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Columna
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De los hechos a las palabras, ¿o al revés?

Algunos acontecimientos de las últimas semanas -como el paro en el transporte o el 'enmascaramiento' de la crisis- llevan al autor a pensar que algo falla en la democracia en España. En su opinión, los políticos deben ofrecer no la continuidad de un presente aceptable, sino su transformación en un futuro mejor

Las últimas semanas han sido testigo de episodios cuya trascendencia se ha comentado desde ópticas diversas, perdiéndose así la oportunidad de resaltar que les une un común denominador más trascendente que los rasgos específicos de cada uno de ellos: ese trasfondo es, en mi opinión, la deficiente calidad de nuestra democracia. Dejo por el momento registrada esta afirmación, que trataré de justificar en la segunda parte del artículo y vuelvo al comentario de los recientes episodios nacionales.

Ha terminado, mal que bien, la llamada huelga de los camioneros y, para empezar, causa sorpresa la utilización del término huelga para designar el cese unilateral de una actividad y el incumplimiento de un contrato por parte de ciertas asociaciones patronales y de centenas de empresarios. Cese acompañado de actos intimidatorios y de alteraciones del orden público tolerados por un Gobierno paralizado y en el cual sólo el ministro del Interior parece conservar una idea de lo que ser un Estado significa. A esa sorpresa se une el que, salvo que esté mal informado, los juzgados no se han visto inundados de reclamaciones por los daños y perjuicios ocasionados por los sedicentes huelguistas a miles de empresarios.

Quizás la parálisis del Gobierno se explique por estar atareado buscando sinónimos que permitiesen simultáneamente explicar la pésima situación económica del país más fuerte de Europa y el hecho de ser el más afectado. Claro que el presidente Zapatero ha acabado por reconocer lo por todos sabido y ha encontrado en la austeridad la receta mágica. Es ese un ejemplo de manipulación política del lenguaje pero no el único. La recientemente nombrada ministra de la Igualdad -un departamento cuya incoherencia recuerda a la boutade francesa de crear un Ministerio para las Reformas- se estrenó en su primera comparecencia parlamentaria saludando a sus señorías con la designación de 'miembros y miembras'. Lo reseñable no es la astracanada, sino la pretensión de exigir a la Real Academia que se plegase a su ocurrencia. Claro es que la novicia no hizo sino seguir el ejemplo de su jefe, quien al denominar matrimonio a las uniones de personas del mismo sexo no ha querido sólo forzar un nombre sino alterar la naturaleza.

Y a todas éstas y para desconsuelo de la minoría de españoles a quienes algo nos interesa la política, el PP ha estado enfrascado en estériles discusiones respecto a si sus males se deben a una crisis de liderazgo, a diferencias ideológicas o de concepción estratégica. Resultaba inevitable -a pesar del congreso de Valencia- que después de perder dos elecciones generales parte de la militancia cuestione la idoneidad de repetir candidato al tiempo que puede considerarse irrelevante preguntarse si el PP debe ser un partido de centro. Por el contrario, la cuestión candente es cómo va a conciliar la futura estrategia de los populares la cuestión territorial; es decir, cómo ganar las próximas elecciones sin renunciar a defender la cohesión nacional.

Queda para concluir el no irlandés a la propuesta de Constitución amañada por los jefes de Estado y Gobierno en Lisboa. Es curioso pero casi siempre que se consulta directamente a los ciudadanos, los auténticos depositarios de la soberanía nacional, rechazan el plato que les cocinan sus representantes. Según nos dicen, entre estos últimos algunos acusan a los irlandeses de ingratos, otros maquinan cómo aburrir al electorado hasta arrancarle un sí, y otros dicen cosas peregrinas tales como que debe respetarse la opinión de los irlandeses pero también la de los países cuyos Parlamentos han votado afirmativamente el texto.

Comenzaba advirtiendo que lo más llamativo de estos acontecimientos era su cualidad de indicios de la mala calidad de nuestra democracia. Para empezar, ¿por qué empresas y particulares perjudicados por la huelga de los camioneros no han intentado defender su derecho a una indemnización? ¿No será porque en España casi nadie confía en la eficacia de la administración de justicia? Peligroso indicio cuyos riesgos se acrecientan si tenemos en cuenta lo que antes he calificado como manipulación del lenguaje y que en el fondo va más allá que el intento de cambiar el diccionario, pues se pretende modificar las instituciones.

El filólogo alemán Victor Klemperer escribió un ilustrativo libro titulado La lengua del Tercer Reich (Minúscula, 2001) en el cual analizaba la forma en la cual la propaganda nazi alteró el alemán con el propósito de inculcar a la gente el ideario nacionalsocialista. Afortunadamente todavía no hemos llegado a ese extremo pero al menos nuestros políticos, empezando por el presidente del Gobierno, han iniciado el camino y están consiguiendo que buena parte de la sociedad española viva, por así decirlo, anestesiada.

¿Cómo explicar que en enero se moteje de antipatriotas a quienes alertaban de la crisis, en mayo se la califique de 'desaceleración transitoria más intensa' y luego, después de minusvalorarla como de 'escaso interés práctico', asegure que se trata de 'una fuerte desaceleración, casi un frenazo', sin que la cúpula empresarial que le escuchaba no se echase las manos a la cabeza.

El papel de las élites políticas en una democracia reside en su capacidad para ofrecer a los ciudadanos no la continuidad de un presente aceptable sino su transformación en un futuro mejor. Pero esas promesas no deben ni sustentarse en el engaño ni en ofrecer lo imposible. Como bien afirmó un primer ministro inglés en 1831, 'la base de mi propuesta consiste en reformar para preservar, no para destruir'.

Raimundo Ortega. Economista

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