El mal llamado Consenso de Washington
El Consenso de Washington, o como se le conoce según su traducción al inglés Washington Consensus, debe su nombre al economista norteamericano John Williamson, quien en 1989 decidió acuñar el término refiriéndose a las políticas económicas que desde Washington el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Departamento del Tesoro imponen a los países emergentes en crisis económicas, a cambio de paquetes de rescate que les permiten seguir aguantando el peso de la deuda externa que se incrementó de forma considerable en la década de los setenta, a manos de unos líderes africanos y latinoamericanos que no siempre contaban con el respaldo de sus respectivas poblaciones, y unos bancos comerciales de Wall Street ávidos por prestar.
Es el así llamado Consenso de Washington un pseudoconsenso que actualmente se mantiene por defecto, porque las partes integrantes del mismo carecen de la legitimidad, por un lado, y la imaginación, por otro, para alejarse de una serie de políticas económicas y monetarias que no han cosechado precisamente éxitos, pero sí detractores, entre aquellos que entienden que una imposición desde el mundo desarrollado al mundo en vías de desarrollo de políticas económicas que descafeínan la escasa red de cobertura social de países necesitados de infraestructura es una imposición, cuando menos perversa, que estanca más si cabe a economías sobreendeudadas por una deuda externa que les ahoga en pagos de intereses que rozan la usura financiera.
Las políticas del tal consenso se remontan a la moda económica neoliberal de la escuela económica pro mercado de la Universidad de Chicago que pusieron de moda en los ochenta Margaret Thatcher en Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos. Son políticas que pretenden minimizar la labor intromisoria del Estado, que privatizan los sectores clave, como telecomunicaciones, electricidad, agua o transporte, una labor intromisoria que a menudo se ve con sospecha en Estados Unidos, el país del capitalismo exacerbado. Unas políticas económicas que quizás funcionaron en Occidente, pero cuya razón de ser y efectividad en los países emergentes está todavía por demostrar.
En un reciente viaje a Washington DC procuré encontrar un consenso del que siempre escuché hablar a políticos y economistas. Lo busqué durante dos largos días sin éxito. En la búsqueda tuve la oportunidad de hablar con el firme defensor de una arquitectura financiera mundial ética, Raymond Baker, con el especialista en medición de desigualdad del Banco Mundial Branko Milanovic, y con el ex gobernador del Banco de España Jaime Caruana, quien dirige el departamento de Mercados Financieros en el Fondo Monetario Internacional.
Mi conclusión tras mi breve e intenso paso por Washington DC es que hace falta un nuevo consenso, que incorpore y no excluya a los países emergentes en la definición de las políticas económicas y monetarias que más les convienen. Son precisamente países proteccionistas como Corea o Malaisia los que no siguieron las recetas del FMI y sin embargo crecieron de forma vertiginosa para ser considerados auténticos milagros económicos por economistas de medio mundo.
Un nuevo consenso proveería a los países emergentes de la infraestructura necesaria para prosperar, antes de obligarles de forma quizás injusta a ahogarse en el pago de los intereses de una deuda externa que les condena a vivir en una trampa de pobreza continua y eterna. La infraestructura pretendería proveerles de agua potable, servicios médicos básicos, educación y vías de transporte, para permitirles arrancar económicamente, creando empleo y prosperidad antes de cortarles el grifo y obligar a multitud de personas que viven en la pobreza extrema a pagar con dinero del que no disponen servicios que en Occidente consideramos universales.
Es el denominado nuevo consenso una idea que se enmarca en un nuevo Plan Marshall para África, en clara referencia al plan cuatrianual que durante los años 1947 a 1951 inundó Europa de ayuda norteamericana por un valor actual de 100.000 millones de dólares, que permitió a la destruida Europa de posguerra arrancar y reengancharse al crecimiento económico, cuyo resultado fueron 30 gloriosos años de crecimiento que terminaron con la subida vertiginosa del petróleo y las crisis hiperinflacionistas de finales de los setenta que azotaron sin compasión a países a ambos lados del Atlántico.
La historia nos enseña lecciones de todo tipo. El Plan Marshall fue una visión y apuesta de futuro por parte de Estados Unidos. Europa necesita liderar la proposición de un nuevo Plan Marshall para África que permita la definición de un nuevo consenso de Washington. Sin ideas nuevas este mundo seguirá anclado en los problemas de siempre, que son problemas de hoy y de mañana.
Busquen, comparen y si encuentran algo mejor, propónganlo. Un nuevo Plan Marshall para África y un nuevo Consenso de Washington son ideas que, aunque aparentemente utópicas, son posibles, factibles y necesarias.
Jaime Pozuelo-Monfort. Máster en Ingeniería Financiera por la Universidad de California-Berkeley y Máster en Desarrollo Económico por la London School of Economics