Política monetaria versus reformas estructurales
El año 1999 supuso un punto y aparte en la economía española. La renuncia a la soberanía monetaria y cambiaria limita nuestra autonomía en política económica, así como nuestra capacidad para decidir sobre los intereses y necesidades que nos son propios. ¿Cómo se articula este nuevo marco?
Coincidiendo con la puesta en circulación del euro, el Banco de España (BdE) dejó de ser la autoridad monetaria para convertirse -si se me permite- en la sucursal del Banco Central Europeo (BCE) en España, lo que ha sido un cambio estructural de primera magnitud.
Un cambio en el que el mayor reto ha sido la creación de un BCE independiente y comprometido con la estabilidad de precios. En este contexto, la política monetaria común que ha seguido ha permitido reducir notablemente los tipos nominales, así como la inflación, en el conjunto de la zona euro. La consecuencia han sido unos tipos reales menores (en ocasiones negativos) que han incentivado la actividad en toda la región.
Sin embargo, analizar la potencial eficacia de un cambio de tal magnitud pasa por comprender el proceso integrador europeo previo que se ha fraguado sobre la base de las relaciones comerciales en Europa. La mayor interdependencia económica y comercial resultante ha favorecido la correlación de las economías en cuestión. Sin dicha correlación, hablar de una política económica común eficaz habría sido mera utopía o casualidad.
Llegados a este punto, el caso de España requiere una reflexión más detenida. El proceso de liberalización y privatización de finales de los 90, el tipo de cambio -tan competitivo- con el que España ingresó en el euro (166,386 pesetas/euro), la reforma laboral en la sombra que ha supuesto la inmigración, una creciente inflación de activos y una demanda interna pujante a resultas de un dinero barato y excesos de liquidez, han permitido que España creciera a tasas antes impensables.
Crecimiento sí, aunque no carente de desajustes. De hecho, los principales desequilibrios son, unos, resultado del modelo de crecimiento seguido hasta ahora (excesivo peso de la construcción -en porcentaje sobre PIB y en número de empleados- y un llamativo déficit por cuenta corriente reflejo de la movilización de ahorro externo que ha financiado nuestro consumo e inversión pasadas) y, otros, de la ausencia de reformas estructurales (diferencial de inflación con la Eurozona)
Dada la coyuntura actual, son precisamente estos desequilibrios o, mejor dicho, el déficit de instrumentos de política económica con que compensarlos, lo que genera incertidumbre acerca de la evolución de nuestra economía dentro de la zona euro. Ya no disponemos de capacidad para abaratar el precio del dinero e impulsar la actividad económica doméstica vía mayor consumo e inversión (o subir tipos y frenar posibles presiones inflacionistas) Asimismo, carecemos de capacidad para gestionar de forma autónoma la paridad cambiaria de modo que pudiéramos revaluar nuestro tipo de cambio para reducir el déficit exterior o, por el contrario, devaluarlo para mejorar nuestra competitividad vía exportaciones.
Por todo ello, si bien es cierto que la renuncia a la soberanía monetaria y cambiaria presenta riesgos importantes, no es menos cierto que los éxitos alcanzados -mayor estabilidad macroeconómica o reducción de los costes de transacción- son en buena parte deudores de la moneda única.
Todo ello no debe desviar nuestra atención del verdadero riesgo que hemos corrido: No abordar las reformas estructurales que la economía española lleva demandando hace décadas. Aspectos tales como incrementar la flexibilidad y movilidad de la mano de obra, la necesidad de minimizar las rigideces inherentes a la formación de precios y de salarios (de modo que los ajustes sean en precios y no en despidos), o la reforma integral de nuestro sistema tributario para poder ser competitivos fiscalmente, resultan apremiantes.
En definitiva, el Mercado æscaron;nico nos ha permitido alinear los ciclos económicos de los países miembros, lo que debería minimizar (aunque no excluir) la posibilidad de shocks asimétricos que puedan poner en jaque la estabilidad total o parcial de la zona euro, así como maximizar la capacidad real del BCE para influir en la euro-demanda.
Sin embargo, no deberíamos atribuir más responsabilidad a la política monetaria pues, por su condición de política de demanda, resulta eficaz sólo en el corto plazo y, en todo caso, ineficaz ante shocks de oferta como el que estamos viviendo.
José María Abad Hernández. Departamento de Economía y Centro Internacional de Investigación Financiera IESE Business School