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Columna
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¿Crisis?

Carlos Sebastián

Yo estaba entre los agoreros respecto al futuro de la economía española. Lo estaba en tiempos del España va bien y también en tiempos, más recientes, en el que se proclamaba que 'la economía española está en la Champions'. Pero estos días, al menos transitoriamente, ante tanto alarmismo interesado y catastrofismo demagógico, me he pasado al grupo de los optimistas con reservas.

Era agorero porque pensaba, y pienso, que el modelo de crecimiento español no permite sostener la convergencia con los más prósperos y que, sin que se produzca un cambio de tendencia en la evolución de la productividad, estamos abocados, cuando se acabe el impulso constructor facilitado por los bajos tipos y por la inmigración, a mantener las distancias con los mejores, si no a divergir. Adelantar a Italia tiene poco mérito dada la realidad de aquel país.

Pero hay pocas razones para ser catastrofistas. Desde luego pocas para tener una percepción radicalmente peor de la de hace seis meses o de la de hace seis años. Los últimos datos no son buenos y la economía española, como todas las de nuestro entorno, va a experimentar una desaceleración. ¿Pero qué se creían? ¿Que tras 10 años de crecimiento alto y sostenido no se iba a producir nunca una desaceleración?

Parece que este año vamos a crecer en el rango al 2,5%-3,0% y en 2009 probablemente algo menos. Pero vayámonos acostumbrado porque, si la productividad no se acelera, nuestro destino es crecer como Alemania y Francia, o menos. La evolución a corto podría ser peor si se produjera uno de estos dos fenómenos: un hundimiento de las expectativas empresariales o una interrupción sustancial de los flujos de crédito, resultado de una deriva caótica de las actuales dificultades (lo que parece poco probable) o resultado de un hundimiento de los precios de los inmuebles.

Otro factor relevante a corto plazo podría ser la intensidad de la recesión en la que probablemente entrará la economía americana durante este ejercicio. Pero esperamos que sea suave. La economía mundial es más robusta, las economías avanzadas son más flexibles y la gestión macroeconómica ha mejorado.

La elevación de la inflación es el resultado del fuerte encarecimiento de las materias primas. El aumento del diferencial de inflación con la zona euro no representa nada nuevo. Hay una estrecha relación entre el nivel de precios de la zona euro y el de España. Pero la relación no es proporcional (tiene una elasticidad superior a uno). Por lo que el diferencial aumenta cuando la tasa de inflación europea se eleva, y al revés. Pero no ha habido ningún cambio en esa relación. Otra cuestión es por qué la relación entre esos dos niveles de precios es así. Pienso que deficiencias en la competencia en los sectores de distribución y, de nuevo, el menor crecimiento de la productividad son las causas.

¿Qué puede hacer el Gobierno? En primer lugar, no precipitarse en la respuesta a la peor coyuntura. La política monetaria se hace en Fráncfort y una expansión fiscal indiscriminada ni tiene sentido a largo plazo ni tendría efectos a corto. Sí puede intensificar la supervisión financiera (los organismos que tienen estas competencias).

Y puede contribuir a que no se hunda la confianza empresarial con el diálogo, pero también haciendo programas definidos con el mundo empresarial destinados a mejorar a medio plazo el entorno económico. Por ejemplo, siguen existiendo deficiencias en las infraestructuras que los empresarios revelan en encuestas de distinto tipo. Convendría identificarlas, no sólo en reuniones de expertos, sino acudiendo a la encuesta específica, que es un método relativamente rápido y barato, y a continuación, definir y poner en marcha programas de gasto destinados a subsanar esas deficiencias.

Por otro lado, por idéntico procedimiento, plantear mejoras de los procedimientos de regulación administrativa (profundización de las reformas que inició el PNR de 2005). Todo ello lanzaría un mensaje de futuro y daría pequeños pasos hacia la mejora de la productividad. Avanzar más en esta dirección requeriría una reforma más profunda de las Administraciones públicas (para elevar su eficiencia y su transparencia), una sustancial mejora del funcionamiento de la justicia, mejorar los niveles educativos, intensificar las relaciones entre empresas y centros de investigación, reformar la negociación colectiva y algunas acciones más de este calado. Acciones que necesitarían de un consenso político y social imposible de plantear con los chaparrones de demagogia que están cayendo.

Reformas impositivas, como una simplificación de los impuestos directos, reduciendo deducciones y tramos, acompañada de una reducción de tipos, es una opción digna de considerar. Yo estaría a favor. Pero no como respuesta a desaceleración, sino como forma de tener un sistema fiscal más eficiente.

Carlos Sebastián, Catedrático de Análisis Económico de la Universidad Complutense

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