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Columna
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Diseño de incentivos y excelencia

En los últimos días, releyendo un excelente libro del economista italiano Cechinni titulado The Cost of non Europe, comencé a esbozar un análisis similar para el caso de un país donde no se practica, o no se fomenta, la excelencia como fórmula de funcionamiento en todas sus expresiones.

Como economista, pero también como ciudadano inquieto, pensé en multitud de aspectos que en estos días nos ocupan, y preocupan, y que aparecen diariamente en la mayoría de medios de comunicación. Ahondando más, parece extraño que nadie haya hecho un ejercicio de evaluación de costes de esta ausencia de excelencia en numerosas actividades, es decir El coste de la no excelencia, tanto pública, como privada.

Comenzaré por la educación. ¿Qué coste tiene para este país no tener un sistema educativo excelente? Una mera comparación con los países más avanzados, o excelentes, nos aproxima la pérdida de bienestar que el conjunto de la sociedad sufre por no converger en estos indicadores con dichos países. Esta pérdida se cuantifica en diferencias notables en niveles de renta per cápita por habitante, productividad o eficiencia o stock de capital humano. Ejemplos no nos faltan, Finlandia, Suecia, Dinamarca o Canadá. Curiosamente en estos ejemplos de excelencia confluyen algunos elementos clave que explican parte de su éxito: nivel de gasto público por alumno elevado, peso de la enseñanza pública (Finlandia, con el 98%, es un ejemplo plausible), diseño de incentivos para los enseñantes e implicación de la familia.

En el caso español es particularmente significativo, por ejemplo, que sólo recientemente se está revertiendo un problema como es la escolarización de los niños entre 0 y 6 años. La ausencia de una red pública que garantice esta escolarización supone un sobrecoste para las familias españolas que se cuantifica en aproximadamente un 0,5% del PIB, teniendo además otras implicaciones macroeconómicas.

Esta estructura educativa explica, en parte, la diferencia en tasa de participación laboral con la media de la UE-15. En cifras, cada punto porcentual de diferencia en tasa de participación laboral respecto a la tasa media de la UE-15, sobre todo femenina en el caso español, supone 0,35 puntos porcentuales de diferencia en convergencia real.

Otro aspecto crucial es la enseñanza de idiomas. Un estudiante alemán, sueco o finés sale de la enseñanza obligatoria dominando al menos tres lenguas, dos de ellas no nativas. Esto se nota en muchos aspectos y repercute también en la economía, pues favorece el intercambio internacional, la vocación y facilidad exportadora, reduciendo la presión sobre el gasto familiar. En España, un estudiante sale de la enseñanza obligatoria apenas dominando su lengua nativa, lo que obliga a las familias españolas a realizar un esfuerzo económico, no desdeñable, por converger en este aspecto. Un mero recuento de la facturación de centros de idiomas o lo que suponen los viajes de estudios alcanza cifras únicas en cualquier país de nuestro entorno. Para el año 2006, estos gastos supusieron casi un 0,2% del PIB.

Como se puede apreciar, el diseño subóptimo de políticas públicas, la ausencia de búsqueda de la excelencia y cómo se diseñan los incentivos para los trabajadores tiene un coste elevado para los ciudadanos y nos aleja de las mejores prácticas europeas en estas materias. Es cierto que el esfuerzo en los últimos tres años ha sido muy intenso, pero arrastramos un déficit que tardaremos en cerrar.

Otro aspecto fundamental es el propio funcionamiento de la Administración pública. Aquí surge una pregunta clave: ¿existen incentivos lo suficientemente bien diseñados para atraer a los mejores profesionales a la función pública? Si analizamos las encuestas recientes sobre el grado de satisfacción de los trabajadores públicos, parece que no. El propio método de acceso no responde a un verdadero ejercicio de selección de las mejores cabezas pensantes del país. El desánimo y la fuga de cerebros al sector privado prueba que los mecanismos de valoración están desfasados y alejan la excelencia del funcionamiento en buena parte de la actividad.

El coste de este mal funcionamiento está mesurado, tanto por las propias empresas en términos de costes administrativos, como por las pérdidas de horas de trabajo por parte del consumidor. De nuevo, la ingeniería de diseño de incentivos cobra importancia, de ahí que la ciencia económica también lo haya incorporado a su estudio, en lo que se conoce como la microeconomía del comportamiento.

En resumen, el conformismo social, la ausencia de liderazgo por parte de los mejores y un diseño obsoleto de incentivos para premiar la excelencia son ingredientes que deben pasar a ser objetivos de los gestores públicos, pero también temas de conversación en el análisis económico, político y social. Sin esto, sólo seremos un país nominalmente rico, según un ranking exclusivamente ordinal.

Alejandro Inurrieta, Presidente de la Sociedad Pública de Alquiler

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