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Tribuna
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China, las hipotecas y la inflación

Agosto de 2007 marca el final de la tercera burbuja especulativa de los últimos 10 años: la crisis del sudeste asiático de 1997-1998 y las de las 'puntocom' del año 2000 son las dos anteriores, y podríamos apuntar por lo menos otras dos si quisiéramos remontarnos a 1990. Es mejor, pues, que dejemos de considerarlas como fenómenos patológicos y pasemos a verlas como un resultado inevitable del funcionamiento de una economía de mercado. Y que nos preocupemos de pensar cuáles pueden ser sus consecuencias: en pocas palabras, nos parece lo más probable que los bancos centrales logren evitar una contracción del crédito; pero que otros factores hagan que, pese a ello, las perspectivas para 2008 sean menos brillantes de lo que habíamos pensado.

Estamos en el inicio de una de las llamadas crisis de liquidez, que es el gran riesgo que traen consigo las burbujas especulativas: hasta el día 8 de agosto pasado, unos activos especiales, las hipotecas titulizadas, se habían ido comprando y vendiendo a buen ritmo, tanto, que sobre ellas se había edificado una pirámide por valor de varias veces el PIB mundial (algunos hablan de 400 billones de dólares, cuando el PIB mundial es de 44 billones). De pronto, los compradores en potencia, al no estar seguros del valor de esos activos, se muestran reacios a comprarlos. Los bancos, que contaban con su venta, se encuentran con un balance más endeudado de lo que les permiten las normas. Si no consiguen liquidez adicional, se verán obligados a cortar sus créditos: cuando el prestatario no está seguro de saber distinguir buenos y malos riesgos, se muestra más inclinado a no prestar a nadie. Los bancos centrales, el BCE primero y la Reserva Federal después, inyectan liquidez en el sistema.

El primer susto parece haber pasado, pero es sólo el primero: la lectura de la prensa indica que, sobre todo en Estados Unidos, los mercados financieros no están satisfechos, y parecen considerar que una reducción del tipo de interés es condición necesaria para evitar el desastre. Los banqueros centrales, que empezaron recordando al público que su primera obligación es resistir las presiones inflacionarias, parecen ahora más dispuestos a prestar atención al crecimiento que a la inflación. Tratemos de reproducir cuál puede ser su razonamiento.

El banco central tiene, en realidad, dos obligaciones: velar por la estabilidad del sistema financiero y velar por la estabilidad de los precios. Una y otra van a velocidades muy distintas: el sistema financiero puede sufrir un colapso en cuestión de semanas, mientras que las presiones inflacionarias van más despacio; lo lógico es, pues, que los bancos centrales consideren la situación de liquidez como el asunto más urgente. Pero la función de prestamista de última instancia que tiene que ver con la estabilidad del sistema no se cumple suministrando liquidez de cualquier manera: si fuera así, los inversores imprudentes no recibirían nunca su castigo, y el sistema sería cada vez más inestable. El banco central ha de evitar la aparición de riesgo moral: por eso sólo facilita liquidez a las entidades cuyo comportamiento lo merece. Por desgracia, en este caso va a resultar muy difícil separar la paja del trigo, porque los activos protagonistas de la burbuja -las hipotecas titulizadas- no son propiedad de los bancos, sino de los inversores finales; y, como esos activos habían sido calificados por agencias de rating solventes, la asignación de responsabilidades llevará su tiempo. Ante la duda, lo más probable es que los bancos centrales sigan haciendo lo necesario para evitar una crisis de liquidez generalizada y dejen para más adelante la tarea de disciplinar el sistema.

¿Podemos, pues, exhalar un suspiro de alivio? Todavía no, por tres razones: en primer lugar, la burbuja especulativa que empieza a deshincharse flota sobre un mar de fondo, la evolución del mercado inmobiliario, que está dando señales inequívocas de enfriamiento. Este enfriamiento se irá transmitiendo a la Bolsa, en la que las empresas inmobiliarias tienen cierto peso, y al consumidor, gran parte de cuya riqueza está en activos inmobiliarios. Si bien no tenemos una idea precisa de la magnitud de ese efecto riqueza, sí sabemos cuál es su signo: el enfriamiento del mercado inmobiliario (no estamos hablando de hecatombe) significa menor consumo.

En segundo lugar, aunque mucho menos importante, las grandes operaciones de compraventa de empresas que el exceso de liquidez hacía posibles están, en este momento, en el alero: por no dar más que dos ejemplos, la venta de Home Depot (cuyo precio ha bajado de 10.000 a 8.500 millones de dólares) no se ha consumado todavía; la de First Data, por 20.000 millones de dólares, tampoco, y hay muchas más esperando; puede ser que estas dificultades se extiendan, a través de expectativas menos optimistas, a los planes de inversión real de las empresas. Menor consumo y menor inversión son una buena receta para un parón en el crecimiento.

Hay una tercera razón. Cuando los banqueros centrales puedan tomarse un respiro en su labor de tranquilizar a los mercados volverán a su preocupación por la estabilidad de precios, y, por consiguiente, a sus previsiones de crecimiento e inflación, no para el próximo mes, sino más bien para el año que viene. Pongámonos por un momento en su lugar.

El cuadro adjunto indica unas buenas perspectivas de crecimiento para la economía mundial; un crecimiento ligeramente superior a la media de los últimos nueve años para la zona euro, y unas perspectivas un poco inferiores para Estados Unidos. Teniendo en cuenta que las previsiones de inflación no están por debajo de los objetivos y que, en términos reales, los tipos de interés en Europa y en Estados Unidos son bajos, los datos no darían pie a un descenso de los tipos. Pero lo que podría inclinar la balanza hacia un aumento es la última línea del cuadro: la inflación en China puede ser más del doble de lo que ha sido la media de los últimos años.

æpermil;ste no es un dato más, porque tiene dos consecuencias importantes. Durante los últimos 10 años, China ha experimentado deflación en tres de ellos, y ha exportado esa deflación al resto del mundo: los distribuidores occidentales que se aprovisionan de productos en China se han acostumbrado a precios en constante disminución.

A decir verdad, no han mostrado gran entusiasmo por trasladar esos menores precios a los consumidores finales -en realidad, los precios de los bienes textiles y de confección han experimentado unos aumentos similares a los del IPC general-, pero sí los han trasladado a sus proveedores europeos y americanos; frente a la competencia china, éstos se han visto obligados a recortar costes, y el resultado ha sido que los salarios reales, en especial los de la mano de obra de escasa cualificación, apenas si han subido en los últimos 10 años en Europa o en Estados Unidos: la entrada de China en el comercio mundial ha hecho posible un ciclo extraordinariamente largo de crecimiento sin inflación.

Hay síntomas, sin embargo, que indican que la fiesta ha terminado: los fabricantes chinos han experimentado aumentos de costes -terrenos, materias primas, energía, impuestos- y también de salarios y cargas sociales, además de la apreciación del yuan frente al dólar (un 8% en un año, más que el margen industrial de muchos fabricantes). Hasta ahora han ido absorbiendo esos aumentos con crecimientos de la productividad y reducciones de sus márgenes, pero el proceso no puede seguir por tiempo indefinido: la irrupción en el mercado de productos de baja calidad procedentes de China puede marcar el final de la tendencia al descenso de los precios. 'Uno termina por recibir lo que paga', decía un artículo reciente del economista chino Andy Xie.

En este momento, por otra parte, las empresas occidentales no pueden contar con un proveedor alternativo a la misma escala que China: ni Vietnam ni India pueden, a corto plazo, ocupar su lugar. Lo que esto significa es que los productos chinos irán trasladando a nuestros IPC por lo menos parte de su inflación, y esto no será algo coyuntural: la buena racha se ha terminado. Por otra parte -ésta es la segunda consecuencia-, el crecimiento sostenido de la economía china seguirá ejerciendo una presión al alza sobre las materias primas y la energía.

Juntemos ahora las piezas, dentro de lo posible: si lo que hemos visto hasta ahora no esconde problemas serios en el sistema financiero de los países desarrollados (y no sólo en algunas entidades), no habrá crisis de liquidez: los bancos centrales tienen mecanismos suficientes para suministrar liquidez sin necesidad de recurrir a descensos generalizados de los tipos. Sin embargo, hay factores de fondo que llevan a temer una desaceleración del crecimiento, y no hay que confiar demasiado en la disposición de los bancos centrales a adoptar una política monetaria expansiva, porque el horizonte es más bien inflacionario. Esperemos un aterrizaje, suave, eso sí, pero no un despegue.

Los productos chinos irán trasladando a nuestros IPC por lo menos parte de su inflación, y esto no será algo coyuntural: la buena racha se ha terminado

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