Lo difícil es poner nombre a una crisis
Miguel Rodríguez
La crisis que planea sobre los mercados financieros ha recibido toda una serie de calificativos, diferentes según la percepción de la gravedad de la coyuntura por parte del interlocutor de turno. Crisis hipotecaria, crisis de liquidez, crisis de confianza, crisis de crédito... El uso de unos u otros adjetivos no es casual y es parte de un debate intenso, sobre todo en Estados Unidos, sobre el alcance de las turbulencias financieras; de las actuales y de las que presumiblemente están por venir.
El problema, lo que dificulta enormemente la adjetivación de la crisis, es la falta de transparencia en el mercado de derivados de crédito, lo que de momento impide conocer cuántos y con qué intensidad se han visto afectados por la crisis subprime.
Optimistas y pesimistas debaten estos días sobre el asunto. Los primeros hablan de crisis de liquidez y de confianza. Los segundos la denominan ya crisis de crédito. La diferencia entre ambas denominaciones es sustancial. En una crisis de liquidez, el deudor es solvente, podría hacer frente a sus compromisos si se refinanciara su deuda o se ampliara el periodo de vencimiento, pero en ese momento determinado sus acreedores no están dispuestos ni a refinanciar ni a aumentar los plazos. Es, por tanto, una crisis de confianza.
En una crisis de crédito, el deudor no es solvente. No podría hacer frente a la deuda ni siquiera si hubiera refinanciación o aumento de vencimiento. El acreedor debe asumir la pérdida de un dinero que prestó y que no va a recuperar.
Dicen los expertos que una crisis de liquidez puede combatirse con políticas monetarias; rebajando los tipos de interés o, como ha sucedido recientemente, inyectando liquidez en el sistema financiero. Otra cosa, dicen, es la crisis crediticia, donde la política monetaria no basta, sino que hacen falta medidas de más calado, principalmente fiscales. Algo similar a lo que anuncio el presidente Bush el viernes pasado.