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CincoSentidos

Todas las palomas

Se suele afirmar que en una relación amorosa siempre hay uno que ama más que el otro. Puede ser. En este relato, efectivamente, Jaime está muy enamorado de Matilde, mientras que ella simplemente se ha habituado a su presencia, sus paseos con el dálmata... También se dice que no se sabe lo que se tiene hasta que se pierde. Comprobaremos si estas dos rotundas aseveraciones son ciertas en esta gran historia de amor.

AJaime la certeza le golpeó justo en la mitad del pecho y sintió como si se le despertaran de entre las costillas todas las palomas del mundo. El aleteo imparable le obligó a respirar entrecortadamente, pensando que en cada toma de aire, punzante y lenta, se acercaba una muerte segura. Pero sobrevivió.

Pero sobrevivió.

Y para su sorpresa, se mantuvo en pie los segundos que Matilde, tan liviana, empleó en pasar a su lado sin apenas percibir el azoro y el súbito ataque de amor que habían embargado a Jaime, que ya entonces había empezado a vivir sólo por ella.

A partir de ese momento, el ser descalabrado que era Jaime hizo lo posible y lo imposible para acercarse a su amada, y a base de múltiples artificios, no siempre sutiles, todo hay que decirlo, consiguió su objetivo. Empleó tres meses, dos días y diecisiete horas para convertirse en el acompañante habitual de los paseos caninos de la joven.

Y es que Matilde tenía un dálmata que sacaba cada tarde, siempre a las siete en punto. Entre los tres, Matilde, Jaime y perro, se estableció un ritual diario que sólo se interrumpía cuando las adversidades meteorológicas lo hacían inviable. Jaime esperaba a Matilde en la puerta de su casa, ella salía airosa, sujetando la correa del dálmata con una gracia innata, y comenzaban su caminar errante siempre a merced del capricho del animal. Durante el paseo, la joven, en un momento dado, esgrimía un motivo cualquiera para pedirle a Jaime que sostuviera la correa 'sólo un segundo, por favor', y ya nunca volvía a cogerla hasta el momento de la despedida.

Sólo cuando Matilde disponía libremente de sus manos, sólo entonces, empezaba la auténtica conversación, que hasta ese instante había discurrido por los banales comentarios sobre el tiempo y similares. Cedía la correa y comenzaba a hablar de lo primero que acudía a su cabeza, aunque no viniera a cuento. Una vez le dijo a Jaime que el dálmata era el animal más cercano a las jirafas, o a las cebras, según uno se fijara en la esbeltez o en las manchas. Luego añadió 'me encantan las jirafas; viviría en África sólo para tener una', y se rió. æpermil;l también se rió, porque le pareció una idea tontísima y pensó que intentaba tomarle el pelo, y a él, cualquier cosa que ella quisiera hacerle, aunque fuera algo ligeramente malo, como burlarse, le ponía de buen humor.

Lo hacía a menudo. Decía extravagancias y sonreía mientras esperaba su reacción. Jaime se fue aficionando a aquellos juegos simplemente por el placer que le reportaba compartirlos con ella. Y así habrían seguido de no ser porque llegó un momento en el que a Jaime, como buen prototipo masculino, tanto deambular le pareció insuficiente, y deseó que Matilde suspirara por sus huesos y arañara paredes por la desesperación de no tenerlo.

A pesar de la perseverancia y las atenciones de Jaime, la joven se mostraba inmune a sus ardides. Aceptaba de buen grado su compañía y parecía de veras disfrutar con ella, pero no dejaba traslucir jamás el mínimo atisbo de un enamoramiento que Jaime ansiaba cada día con más fuerza. Visto el escaso efecto que los paseos habían tenido sobre el corazón de su idolatrada Matilde, decidió cambiar de táctica. Se trazó un plan extraordinario, por loco y bello, y lo puso en marcha con el mismo ciego empeño que había empleado para acercarse a ella.

Un día, Jaime abandonó el pueblo. Y lo hizo la mañana más fría del invierno más frío que los viejos más viejos del lugar recordaban. Desapareció sin dejar rastro. Se había llevado dinero y poco más. Las investigaciones de las autoridades locales, alentadas por el único pariente vivo de Jaime, un tío soltero que en su juventud se había dedicado al contrabando de tabaco y de licores, lo que le había proporcionado cierta riqueza y, por tanto, algo de prestigio social, no habían arrojado ninguna información. La falta de pruebas y el paso del tiempo se encargaron de sumir el caso en el más inmisericorde olvido policial.

Durante un periodo se consideró la posibilidad de que Jaime, contrariado por una negativa de Matilde, hubiera tomado una drástica y fatal decisión, pero la primera sorprendida fue la propia Matilde, que en un alarde de simpleza sin igual reconoció no haberse percatado de la devoción que le profesaba el desaparecido. Su estupor, genuino, según los testigos, vino a confirmar ciertas murmuraciones que circulaban en el pueblo acerca de la ligereza del carácter de la joven y que achacaban su proverbial indiferencia amorosa a un incurable egocentrismo que le impedía ver más allá de sí misma.

Al principio, Matilde extrañó a Jaime llevada más por el hábito que por un genuino sentimiento de añoranza. Lo echaba de menos de la misma forma que se echa en falta un objeto útil que facilite la vida y al que nos hemos habituado. Ahora caminaba con su dálmata y le incomodaba el peso de la correa, que se pasaba de una mano a otra constantemente y, por primera vez, empezó a intentar controlar la marcha del perro con tirones que no siempre tenían el efecto deseado. Aquellos paseos, lejos de relajarla, la irritaban y la devolvían a su casa alterada. Además, a falta de un interlocutor, se sumía en continuas meditaciones que en un principio la tenían a ella como tema primordial yo, yo, yo, yo, yo, pero que pronto dieron paso a otros asuntos.

Paulatinamente, Jaime, la persona, su recuerdo, fue deslizándose en sus cavilaciones. El estupor inicial con el que había descubierto la verdadera naturaleza de los sentimientos de su desaparecido acompañante se convirtió, con el paso del tiempo, primero en extrañeza, luego en enojo y, ya por último y definitivamente, en sólido amor. Fueron tantas las veces que Matilde reflexionó sobre los paseos que habían dado, las conversaciones que habían mantenido y los gestos de ambos, que terminó por ver pruebas irrefutables de amor en todos y cada de los pasos, palabras y miradas que compartieron.

Quizás porque no hay mejor forma de lograr que germine el interés de una persona por otra que haciéndole saber, a su vez, cuánto nos interesa, o quizás por arte de birlibirloque, fue así como Matilde se descubrió tal y como tantas veces la había deseado Jaime: arañando paredes y repitiendo su nombre en una lastimera letanía mientras lamía la cal que quedaba entre sus uñas. Llegó un punto en el que no soportaba siquiera la visión de su dálmata, símbolo ahora de la oportunidad perdida. El pobre perro terminó desahuciado en el jardín de la casa mientras su ama se consumía de amor, cada vez más y más y más…

Pero el tiempo siguió su curso y Jaime no apareció. Pasó el invierno y las estaciones se sucedieron en el orden habitual: primavera, verano, otoño, de nuevo invierno y así hasta tres veces. Ni un solo día dejó Matilde de recordar a Jaime. Fueron tres años de plena dedicación al destrozo metódico de las paredes de su casa. No quedó un rincón sin ser arañado, ni un solo hueco en el que no hubiera apoyado la cabeza y sollozado, estremecida, el nombre del ausente. La mañana en que Matilde se dio cuenta de que había convertido el interior de su casa en un doloroso homenaje a su desdicha se lanzó sobre los muros exteriores, menos sabrosos, eso sí, y prosiguió con su labor destructora, indiferente a la mirada lastimera de su dálmata. Esa tarde, mientras estaba enfrascada en semejante tarea, el sonido de un alboroto lejano y novedoso hizo que se detuviera. Se mantuvo quieta e intentó aguzar el oído, pero seguía sin ser capaz de identificar aquella fanfarria que parecía una mezcla de circo y flan de canela.

Al cabo de unos segundos, empezó a vislumbrar en el horizonte una silueta imposible. Matilde, aturdida, no sabía si reír, llorar, desmayarse o echar a correr, así que se decantó por lo que suele hacerse en esas situaciones en las que la multiplicidad de opciones desbordan al sujeto: no hizo absolutamente nada. Permaneció de pie mientras la jirafa más esbelta y hermosa de toda África se aproximaba a su casa. Porque para eso se había ido Jaime, para atrapar y regalarle el ejemplar perfecto, y semejante hazaña le había costado mucho tiempo, pero nunca una merma en el amor que prodigaba a la mujer. Regresaba triunfal y con los ojos brillantes, llenándose de la imagen de Matilde, que seguía parada en el porche, maravillada. A cada paso, ella se volvía más y más nítida, y sólo cuando la tuvo delante le dijo las palabras que había estado ensayando durante todo su viaje. Le dijo: 'Creo que ya no tendrás que ir a África'.

Ella se adivinó perdida. Pensó, en menos tiempo del que se tarda en estornudar y recibir el correspondiente 'Jesús' o 'salud', que están los deseos y que están los que los hacen realidad, y que ella tenía la inmensa fortuna de que su deseo era el hacedor de deseos, así que lo tenía todo. Mientras reflexionaba sobre esto, aún tuvo tiempo de bajar la vista hacia sus manos y de avergonzarse levemente de sus uñas maltratadas, así que volvió a levantar los ojos y se encontró con la mirada brillante de Jaime. Justo en ese momento, comenzó a sentir en el pecho un runrún extraño, algo así como un taconeo frenético, o mejor aún, como un murmullo de palomas asustadas. Entonces, sonrió.

Porque, ¿saben una cosa?, hay viajes que empiezan con el regreso.

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