G-8, la falsa epifanía del poder
Ya es hora de que se acaben las reuniones del G-8, que cuestan mucho, provocan disturbios, generan esperanzas que nunca se cumplen y llegan a acuerdos que bien pudieran haberse cerrado por medio de un intercambio de mensajes, reuniones de expertos y alguna reunión bilateral de los jefes de Estado en casos especiales.
Cuando en 1975 se reunieron por primera vez en el castillo de Rambuillet, Giscard d'Estaing, Gerald Ford, Helmut Schmidt, Aldo Moro, Takeo Miki y Harold Wilson, dando origen al G-6, se trataba de enfrentar una severa crisis monetaria y financiera que amenazaba los éxitos económicos conseguidos en los 30 años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
En 1973 había terminado el sistema de tipos de cambio fijos, acordado en Bretton Woods, había despuntado la inflación en Estados Unidos y el precio del petróleo se había disparado. El nuevo sistema de tipos de cambio flexibles había introducido una gran incertidumbre en la economía mundial. La reunión de los seis tenía el objetivo necesario de dar a la opinión publica mundial la sensación de que los gobernantes de los países más ricos, y los más implicados en la crisis, estaban de acuerdo, y juntos se hacían cargo de la nueva situación.
La primera reunión tenía pleno sentido y por eso fue probablemente la que más éxito tuvo de todas las que habrían de seguirla.
Aquella primera cumbre del G-6 ni costó mucho, ni provocó protestas (entonces no se hablaba de la globalización, aunque el proceso ya estaba en marcha), ni generó esperanzas vacías, ni hizo promesas que luego no cumpliría.
Cumbres posteriores tuvieron que enfrentar las consecuencias del segundo choque petrolero de 1979, la descabellada política económica del presidente Ronald Reagan, la debacle de la deuda externa de América Latina y la recesión mundial que siguió en 1982.
Las reuniones en la cumbre se convirtieron gradualmente en un hábito tan costoso como inútil, cuando no tenían que enfrentar problemas cuya solución dependiera de las políticas económicas de los países ricos.
En algún momento, por falta quizás de mejores temas, se comenzaron a preocupar por la suerte de los países pobres. æscaron;ltimamente han introducido el tema del cambio climático, como ejemplo de un problema que sólo la comunidad de naciones puede resolver.
En todo caso se aficionaron a reunirse y prometer cosas. Sus cumbres eran como una prenda de que las cosas iban bien en mundo, que allí habían unas cabezas atentas a diagnosticar los nuevos problemas que surgieran en el mundo y unas voluntades dispuestas a resolverlos. Sin embargo, la manifestación visible o epifanía del poder político se fue convirtiendo en una provocación para los descontentos con el proceso de globalización, uno de cuyos resultados ha sido transferir el poder de los niveles locales y nacionales a los mundiales, fuera del alcance de los ciudadanos. Pero cuando se reúnen los poderosos ya hay un lugar donde se puede ir a protestar. Y allí van con todo entusiasmo y furia.
La cumbre del G-8 es una epifanía falsa por dos motivos, porque no están representados en ella los nuevos poderes emergentes de la economía mundial, ni están en ella los que verdaderamente mandan en la economía mundial. ¿Por qué? ¿Dónde reside el verdadero poder que mueve la globalización?
En la economía mundial mandan más los consejos de administración que los gabinetes de los ministros. En vista de lo cual, las cumbres parecen una reunión de viejas glorias que se juntan a recordar batallitas y hacerse la ilusión de que los políticos realmente siguen mandando en el mundo. No merece la pena que se gasten tanto dinero y tantas energías (de los manifestantes y de la policía, entre otros) para que los gobernantes se den el gusto de creerse tan importantes y poderosos.
Luis de Sebastián. Profesor de Esade