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Columna
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Cuesta creerlo

Las previsiones de crecimiento para España anuncian que el periodo de bonanza se extenderá dos años más. Sin embargo, analizadas cuidadosamente permiten, según el autor, vislumbrar dudas amenazadoras. En su opinión, sería deseable comenzar a orientar la política económica para aminorar la duración y profundidad del reajuste.

En estas últimas semanas hemos conocido datos casi definitivos sobre el cierre del ejercicio económico 2006 y previsiones referidas al bienio 2007-2008 y su nota más destacada es un firme optimismo. Si comenzamos el repaso por la zona del euro encontraremos que, partiendo de un crecimiento del PIB en el año pasado del 2,6%, para el año en curso se confía en repetir la tasa -si bien el BCE apuesta por un 2,5%- junto con un leve descenso (2,4%) en 2008; a ello se añaden unas previsiones de inflación del orden del 1,7% para este año y algo más elevada el siguiente -entre el 1,9% y el 2%- debida a una evolución al alza de los precios de la energía.

Pero el BCE no debe ver muy clara la evolución a medio plazo y citando 'riesgos alcistas' en los precios y amenazas de 'alzas significativas' en los salarios acaba de elevar su tipo de interés a corto plazo hasta el 3,75%, calificándola de 'moderada', que no 'apropiada', lo cual ha sido interpretado como anuncio de que aún queda otro retoque alcista similar durante los próximos meses.

Publicados los datos del último trimestre de 2006, el crecimiento de la economía española se situó en una tasa media del 3,9% -o sea, cuatro décimas más que en 2005 y nada menos que 1,3 puntos por encima del crecimiento del área euro-. Destaca, primero, que la demanda exterior ha lastrado algo menos la evolución de la demanda agregada -lo cual es bueno- y que la evolución de nuestra productividad (0,8%), aun cuando mejor que la registrada el año anterior, sigue siendo muy baja en comparación con la de nuestros competidores europeos -1,4%-, lo cual es preocupante. Suponiendo que no se registren cambios apreciables en la economía internacional, las previsiones apuntan a un crecimiento de nuestro producto de un 3,8% y un 3,5% en 2007 y 2008, respectivamente, a lo cual se une un tono rosado para las perspectivas de inflación pues las tasas medias se situarían en niveles del 2,3% y 2,7%, manteniendo, eso sí, un diferencial superior al medio punto con la media de la zona euro.

A la vista de ese panorama surge una inevitable pregunta: ¿es posible que la fase alcista del ciclo económico se prolongue dos años más? El nerviosismo que los mercados bursátiles mostraron a finales de febrero y ahora en marzo podría interpretarse como un primer aviso de que el factor riesgo comienza a hacer dudar a los inversores sobre esa prolongación de la bonanza de que hasta ahora han disfrutado activos tales como las acciones, las viviendas y otros más sofisticados.

Es claro que esas sospechas recaen sobre todo en la primera economía del mundo -la americana- pero se agudizan, en cierto modo, en el caso de la española. Y es que si examinamos las cifras con cierto cuidado y sin dejarse llevar por la tendencia a extrapolar mecánicamente el pasado más reciente, comienzan a vislumbrarse dudas amenazadoras: ¿hasta cuándo vamos a poder soportar un déficit por cuenta corriente creciente que denota tanto una pérdida de cuota en el comercio mundial como una productividad estancada? ¿Qué efectos tendrá sobre el consumo de las familias y sobre el empleo el ajuste en la construcción y la subida, suave pero continuada, de los tipos de interés? ¿Cómo combinaremos salarios al alza con una productividad raquítica? ¿Cómo orientarán familias y empresas sus futuras decisiones cuando el peso de su endeudamiento se combine con una fase de reajuste en el ciclo económico? ¿De dónde saldrá la financiación para nuestro reciente compromiso de reducir dramáticamente nuestro nivel de emisiones de gases de efecto invernadero en 2020?

Puede que se me acuse de agorero pero temo que nos aproximamos rápidamente al momento de enfrentarnos a decisiones difíciles. Buena parte de nuestra demanda agregada se ha basado en el auge de la construcción y en el crédito fácil, pero ambos motores de crecimiento se compadecen mal con tipos de interés al alza, y si a ello añadimos costes laborales crecientes nuestro diferencial de inflación con la zona euro acabará por reducir aún más la competitividad de nuestros productos y servicios.

Que semejantes desequilibrios se hayan producido, y se mantengan, se debe a nuestra pertenencia a una unión monetaria, pero ese escudo protector obligará, tarde o temprano, a un reajuste difícil en términos de estancamiento económico, aumento de la tasa de paro y reducción de costes. Sería por tanto deseable comenzar a orientar nuestra política económica para aminorar en la medida de lo posible la duración y profundidad del reajuste y dejar de creer que el maná seguirá alimentándonos por los siglos de los siglos.

Raimundo Ortega. Economista

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