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Columna
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Fin del año fiscal

La mitología griega cuenta que Apolo se enamoró de Casandra y le concedió el don de la profecía, pero al ser rechazado le retiró la credibilidad, y dispuso que nadie creyera en sus profecías. Afortunadamente el buen asesor fiscal lo tiene fácil para conjurar la maldición de Casandra, le basta con estudiar las leyes, de suyo complejas, para poder planificar las decisiones en el corto y el medio plazo. Y ello es especialmente cierto a final de año, y ante la entrada en vigor de un voluminoso paquete fiscal, de difícil ingestión jurídica. No es lo mismo realizar plusvalías ahora que el próximo 1 de enero, anticipar a esa fecha, o posponer, la distribución de dividendo, y así un largo etcétera. Claro que siempre queda el recurso al derecho transitorio, tan necesitado de sesudos y certeros análisis. Peor fue lo de Troya, la nula credibilidad de Casandra fue irreversible.

Concluye el año, hora de hacer las últimas operaciones, de afinar la planificación fiscal ante la expectativa de los cambios normativos que entran en vigor el 1 de enero de 2007. Este año, el paquete fiscal no sólo es amplio, sino también variado: una Ley de Prevención del Fraude Fiscal, que hace las veces de ley de acompañamiento, -el tan pregonado, como estéril, nuevo talante del legislador le llevó a suprimir, o mejor sustituir, la monstruosa ley de acompañamiento-; la nueva Ley del IRPF que, con tímida rebaja de tipos, convierte definitivamente el impuesto sobre la renta en un impuesto analítico, que dispensa un tratamiento especial a la fiscalidad del ahorro, en aras de la siempre encomiable neutralidad fiscal del ahorro; y, finalmente, una reforma parcial, aunque no menos sustancial, del Impuesto sobre Sociedades.

Permítaseme, sin tentación profética, recrearme en este último aspecto, si quiera sea porque en otras ocasiones ya me he referido a los otros de esta abultada reforma. Con el propósito declarado de la convergencia fiscal con nuestro entorno inmediato, se prevé un abatimiento progresivo del tipo impositivo general de Sociedades, que pasa del 35% al 32,5% (en 2007) y al 30% (en 2008). Vistoso y plausible, si no fuera porque se acompaña de una poda general de las deducciones, también administrada en el tiempo por un correoso régimen transitorio que las reduce progresivamente. Sólo sobreviven la deducción por doble imposición de dividendos (por razones de equidad) y, con limitaciones, la deducción por reinversión en beneficios extraordinarios (por razones de necesidad). El resto se reducen de forma paulatina hasta su total desaparición en 2011. Los economistas ya analizarán hasta qué punto quedamos igual, o mejoramos o empeoramos; porque hasta la fecha, el juego de las deducciones colocaba el tipo efectivo del impuesto muy por debajo del nominal.

Otra cosa es que el actual abanico de deducciones estuviera necesitado de cierta dosis de racionalización y simplificación. Pero de ahí a la desertización de incentivos fiscales selectivos, pretendidamente amparada en la convergencia fiscal con la UE, y en la necesidad de eliminar la distorsión fiscal a la libre circulación de capitales, bienes y servicios, hay un trecho muy largo. Sin olvidar que estamos renunciando a un instrumento de política fiscal, imprescindible para potenciar la competitividad y la economía productiva. Un ejemplo: el incentivo fiscal a I+D+i , actividad esencial para dotar de valor añadido a nuestros productos, se reduce progresivamente hasta su total desaparición dentro de cinco años. Habrá que planificar la política de inversiones a medio plazo.

La reforma afecta también a la que debiera ser la niña bonita de nuestra economía productiva, la pyme. El tipo impositivo se sitúa, en una parte de la base imponible, en el 25%, gravándose el resto al 30%. Buena medida, pero poco valiente. Se podría haber generalizado el 25 % y mantener alguna deducción, por ejemplo las que hubieran favorecido la apertura al exterior de la pyme. También habrá que planificar.

El tercer gozne de la reforma es la desaparición del régimen de sociedades patrimoniales. Con antecedente en la transparencia fiscal, este régimen evitaba el diferimiento de tributación de personas físicas mediante la interposición de sociedades, finalidad antidiferimiento que desaparece con la nueva fiscalidad del ahorro. En un esquema teórico en el que el Impuesto de Sociedades era un anticipo de la renta de la persona física, este régimen fiscal permitía gravar la renta en sede de sociedad patrimonial con una tributación única y equivalente a la que hubiera correspondido al conjunto de los socios. Naturalmente, se introduce un régimen transitorio para que estas sociedades puedan acordar su disolución y liquidación sin coste fiscal. De nuevo, habrá que prever y planificar, que no profetizar.

Jordi de Juan i Casadevall Abogado del Estado y consejero de Cuatrecasas

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