La reñida frontera del Oder
Qué pensar de una ciudad, polaca, donde los jugadores del equipo local de fútbol son todos brasileños, donde nació Catalina la Grande (zarina de todas las Rusias tras dar un golpe de estado contra su propio marido), donde hay más muertos que vivos (y los vivos se gastan el sueldo de un año en comprar una tumba a sus difuntos), una ciudad y alrededores de donde salen cada año 5.000 trabajadoras, todas mujeres, con papeles, a recoger la fresa en los campos de Huelva, una ciudad y alrededores metidos de bruces en la célebre línea Oder-Neisse, la frontera que un día sí y otro también estuvo ocupando las primeras planas de la guerra fría?
Estamos hablando de Pomerania, y más concretamente de la ciudad de Szczecin - la antigua Stettin de los alemanes. Pomerania es la llanura que se extiende a orillas del Báltico, entre los ríos Oder y Vístula; la Pomerania oriental, en la cuenca de éste último, agrupa a las ciudades trillizas de Gdansk, Sopot y Gdynia; la Pomerania occidental tiene su centro en Szczecin, regada por el Oder y donde campea el castillo de los Duques de Pomerania. Szczecin está a sólo 65 kilómetros del Báltico y sigue cosida a Alemania a través de canales, que la comunican con la propia Berlín. De Berlín a Szczecin, en tren se tarda un par de horas. Si uno llega en tren, todavía será recibido por los desconchones de la historia. Y es que en la última guerra mundial casi el 70% del casco urbano quedó arrasado: lo que no bombardearon los aliados, lo incendiaron los alemanes (como hicieron con el castillo ducal), al verse perdidos. Pero antes hubo muchas otras guerras y cambios de manos; el rey polaco Boleslao les quitó esa tierra a los eslavos (y de paso, los bautizó); luego Szczecin perteneció a la Liga Hanseática, más tarde se la quedaron los suecos (gracias a la Paz de Westfalia). En 1720 pasó a manos de Prusia, y en esa época se construyeron canales y vías, y hubo pujanza; después de 1870, Alemania tendió ferrocarriles y (con dineros de Francia) llevó a cabo la gran transformación urbanística de Szczecin, tornando su perfil medieval en el de una urbe con ínfulas imperiales.
Tras la Segunda Guerra mundial pasó de Alemania a Polonia y, durante un tiempo, donde unos hablaban de 'territorios ocupados', otros entendían 'territorios recuperados'. El tiempo inexorable va cauterizando tanta disputa cansina. Y sólo ahora Szczecin está renaciendo. Tiene uno, al patear sus calles y sortear sus tranvías, la impresión de haberse colado por algún agujero del calendario cuarenta años atrás. Es una sensación agradable, de cierta nostalgia, pero con los días contados. Las obras avanzan.
Lo mejor es darse un paseo por los muelles del Oder y las llamadas terrazas del rey Boleslao, en torno al Puente Largo (Most Dlugi), que es evidentemente nuevo (1959), sustituto del viejo puente de piedra que daba acceso al recinto amurallado. Del antiguo cinto de murallas quedan fragmentos y dos puertas tardías, dieciochescas, la de Berlín o del Puerto y la Real. Algunas iglesias góticas, muy remendadas, y el soberbio palacio de los Duques (que sirve de todo: museo, teatro, ópera, cine, centro cultural y oficina de turismo) recuerdan el pasado hanseático y medieval de Szczecin.
Pero abulta más la facha imperial, con ostentosos y alambicados edificios, como las oficinas del Voivoda (o gobernador), el Ayuntamiento, la sede de correos, la casa de Catalina II y una veintena larga de inmuebles. Es verdad que Szczecin cobija a más muertos que vivos: los vecinos vivitos y coleando no pasan de 420.000, mientras que las tumbas del cementerio superan el medio millón; es el segundo más grande de Europa, después del Père Lachaise de París, y sus rotondas fueron diseñadas por Haussman, el mismo que transformó París a la medida de Napoleón.