Oportunidad demócrata en Estados Unidos
Los demócratas tienen en las legislativas que hoy se celebran en EE UU una oportunidad única para acabar con el poder republicano en el Congreso, según el autor. Pero, en su opinión, dos factores juegan en contra: la singularidad del sistema electoral y la timidez a la hora de abordar el asunto de la guerra en Irak.
Si los demócratas no recuperan la mayoría de la Cámara de Representantes y, simultáneamente, convierten en precaria la actual superioridad republicana en el Senado en las elecciones legislativas de hoy, y de ese modo preparan el terreno para el final del imperio de Bush en 2008, habrán perdido una oportunidad dorada. Pero el fracaso se lo podrán atribuir también a la combinación de dos factores.
El primero es un aspecto endémico de la democracia norteamericana centrado en el propio sistema electoral, al que reverencian ambos partidos y del que se sienten orgullosos menos del 50% de los electores (apenas algo más de la mitad de los habitantes) que se molestan en votar. El segundo detalle es la pusilanimidad con la que apenas han explotado el desastre nacional producido por la intervención en Irak.
Los comicios legislativos en Estados Unidos son un puro ejercicio de reelección sistemática. En más de medio siglo, nada menos que el 95% de los congresistas que se aferraban entusiastamente a su escaño ganaron. En 2004 solamente cinco fueron derrotados; en 2002 meramente cuatro. Esto se debe a la peculiaridad del sistema mayoritario estadounidense.
El pacto sagrado de §nomeneallo§ produce en realidad que los congresistas §eligen§ a sus electores, y no al revés, como sería la lógica democrática
Al recompensar con un escaño la mayoría de votos en un distrito provoca que el que no tiene posibilidades de competir con cierta expectativa se abstenga. Cualquier campaña de un congresista le puede costar más de un millón de dólares y para que un senador llegue al podio necesita entre siete y diez millones. Aunque muchos intereses apuestan por dos candidatos, los cálculos se decantan por el que tiene más posibilidades de llegar a Washington.
Esta peculiaridad cesaría si Estados Unidos adoptara un sistema de representación proporcional, en el que los diversos partidos se repartieran los votos generados en un distrito electoral. Pero esta curiosidad demasiado europea es un tabú histórico que nadie se atreve a violar. Se abriría la puerta a la aparición de partidos competidores de los republicanos y demócratas. Ni unos ni otros están dispuestos a tolerar semejante experimento.
Pero este pacto sagrado de no meneallo produce en realidad que los congresistas eligen a sus electores, y no al revés, como sería la lógica democrática. Mediante el diseño de los distritos electorales según parámetros étnicos, socioeconómicos, y no necesariamente ideológicos, se plasma una geografía político-electoral que prima un retrato robot de un/a candidato/a idóneo/a que responde al que elegiría una mayoría confortable para controlar el escaño hasta la eternidad.
Otro método para conseguir la variedad sería la sugerida en varias ocasiones, que consistiría en limitar el número de mandatos, como en el caso presidencial (reducidos desde los triunfos sucesivos de Franklin Delano Roosevelt a dos), a dos también para los senadores (por un total de 12) y a cuatro (por un total de ocho) para los congresistas. Pero esto no evitaría el triunfo sistemático del robot dueño del distrito. Es un poco tarde para este ejercicio y probablemente también es prematuro para las elecciones presidenciales de dentro de dos años.
De todas formas, si los demócratas llegan a un virtual empate y no consiguen ayudar al final del imperio de Bush deberán entonar el mea culpa por no haber sabido explotar arriesgadamente el tema de la guerra de Irak y haberse visto obligados a responder a los ataques de inmoralidad, liberalismo e izquierdismo social excesivos lanzados por los republicanos desesperados. La táctica republicana de acusar a los que cuestionaban la estrategia de la lucha contra el terrorismo identificándola con la aventura contra Sadam todavía es un lastre, y solamente los más osados la han explotado por miedo de ser etiquetados de antipatriotas.
Los republicanos se aferran como un clavo ardiendo a los sentimientos primarios de integrismo religioso, nacionalismo social y simplismo antiterrorista, y optan por las campañas de calumnias personales de las que al final del día quedan frases lapidarias que cuestionan la credibilidad moral de sus opositores, que sólo aparentemente convencen a los menos alerta de la complejidad del mundo actual.
Pero si los gerentes de las campañas invierten sumas ingentes en reforzar la lealtad de este sector es porque están convencidos de la imbecilidad innata de las masas más analfabetas funcionales en política.
Todo parece tener un límite, y curiosamente muchos candidatos republicanos, temerosos de perder su puesto, han soslayado el beso de la muerte del presidente y han evitado su presencia activa en la campaña o lo han hecho desaparecer pudorosamente de los anuncios. La respuesta, hoy, o quizá deberá esperarse a noviembre de 2008.
Joaquín Roy. Catedrático 'Jean Monnet' y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami