De gritos y susurros
Milton Friedman ha declarado que desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta 1980, en EE UU existió un periodo de socialismo galopante, que finalizó gracias al presidente Ronald Reagan. Líder republicano que se limitó, según el veterano economista, a poner freno a la expansión del Estado y no a su reducción en términos reales. En sentido parecido, el senador Edward Kennedy, en su reciente libro America Back on Track, analiza cómo Reagan acabó con la etapa política caracterizada por el desarrollo constitucional que impulsó el presidente Roosevelt. Un cambio que ha generado una gran desigualdad entre los ciudadanos y que ha alcanzado el paroxismo con George Bush hijo. En este mismo sentido, The Economist acaba de publicar un informe en el que se evidencia este fenómeno de desigualdad progresiva, señalando, además, que mientras el crecimiento económico es alto, el desempleo es bajo y los beneficios son sustanciosos, solamente uno de cada cuatro norteamericanos cree que su economía está en buena forma.
Paradójicamente, este aumento de las desigualdades y el recorte de prestaciones sociales no han perjudicado la vitalidad del ciclo político del otro lado del Atlántico. El columnista de la revista Time Joe Klein lo ha analizado en su flamante obra Politics Lost, en el que describe cómo en los últimos 25 años, salvo el paréntesis de Bill Clinton, la agenda ha estado dominada por los conservadores, con un sector progresista inmovilizado en la defensa de la supervivencia del sistema de bienestar, con un método opaco y tortuoso de comunicación con los votantes. Los grandes momentos de pasión política han sido dominados por los conservadores, gracias a una estrategia que llama de 'señalización de baja información'.
La emoción de la política diseñada para votantes poco interesados en profundizar en los temas, receptivos a mensajes breves de orden moral, normalmente asociados a la idea de seguridad individual, orientados a una población nada interesada en proyectos colectivos, desplegando una seductora y eficaz descalificación de las estructuras institucionales públicas, asociadas al despilfarro y la ineficiencia. Klein señala que el germen lo sembró Richard Nixon, gracias a fijar en la conciencia colectiva que las políticas progresistas, las señas de identidad de la era Kennedy, no sólo eran una excusa para aumentar la dimensión ineficiente del Estado a costa de los sufridos contribuyentes, sino que éstas siempre ponían más énfasis en el impulso de los derechos civiles que en las preocupaciones individuales, más en los problemas de las minorías que en los cotidianos de la mayoría.
Marbella es la punta del iceberg, no únicamente de un fenómeno de corrupción, sino de la sospecha de problemas más complejos
A este lado del océano, Francia es un buen ejemplo de sociedad del bienestar adormecida, totalmente vulnerable a la demagogia política. Un país rentista del crecimiento de posguerra en manos de una clase política excesivamente ocupada de sí misma, sujeta a la amenaza permanente de una derecha radical, habilidosa en rentabilizar los problemas sutiles que se ocultan en la placidez de los indicadores macroeconómicos.
En España, utilizando al propio Friedman, se podría identificar un ciclo político de naturaleza socialdemócrata, que se inicia con la Constitución en 1978 y que aún alcanza con éxito a este principio de siglo. La revista Time, poco sospechosa de izquierdismo, hace unas semanas se hacía eco del consenso internacional sobre el rotundo éxito económico del Gobierno Zapatero, llegando incluso a preguntarse si existía un modelo español para exportar a la deprimida Europa. En una encuesta publicada hace unos días, la mayoría de los españoles se consideraba socialista y otorgaban su respaldo al actual Gobierno. Sin embargo, solamente uno de cada cuatro cree que la economía va bien y que en el futuro mejorará.
Estos días es posible que esté operando una señalización de baja información, no desde el juego de los partidos políticos, sino desde cierta sensación de desánimo resignado entre los ciudadanos. Marbella es la punta del iceberg, no únicamente de un fenómeno de corrupción, sino de la sospecha de problemas más complejos. Los ciudadanos sufren un urbanismo a la deriva, con ciudades que soportan un crecimiento irracional que invita a la fractura social, que se han convertido en contenedores de problemas. Sobre todo, intuyen con preocupación los impactos culturales en las generaciones que están creciendo en la certeza del valor del ladrillo, en los efectos morales de la normalidad abusiva del dinero negro, en el imparable éxito social vinculado al cemento, en la disolución del sentido de ciudadanía en el ámbito local.
Estamos ante problemas que aparecen disimulados en las estadísticas, bloqueados ante conflictos globales aplicando deficientes instrumentos locales. Más de dos décadas de prosperidad dan para preguntarse sobre sus efectos digestivos. El Gobierno tiene que evidenciar, con el mismo empeño y éxito reformista de otras decisiones históricas, que tiene sentido de la prioridad ciudadana, que posee un cálculo de daños. Que tiene, en suma, la iniciativa suficiente para que la economía siga siendo parte inseparable de una democracia que funciona.