¿A quién favorecen las cuotas?
La próxima primavera, si el calendario del Gobierno se cumple, en España empezarán a aplicarse cuotas obligatorias de mujeres. Pero no en todos los organismos que, según las estadísticas, cuentan con pocas, o con ninguna, mujer en sus órganos de dirección, como la Agencia Tributaria, los equipos rectorales de las universidades, el Banco de España o el Instituto Cervantes, por poner algunos ejemplos. Las cuotas solamente serán obligatorias en las listas electorales y, a medio plazo, en los consejos de administración de las empresas.
Es difícil entender por qué los partidos políticos tienen que aprobar una ley para obligarse a sí mismos a incluir un número determinado de mujeres, y en un orden concreto, en sus candidaturas electorales. Todos ellos tienen potestad para presentar listas equitativas, e incluso encabezadas por mujeres. El PSOE, que es quien abandera la Ley de Igualdad, raramente lo hace. Todos sus presidentes autonómicos, por ejemplo, son varones. Una resolución en un congreso federal le hubiera permitido resolver esos problemas internos que le impiden dar presencia a las mujeres, sin hacer de la paridad una obligación legal.
Porque allí donde se aplican, las cuotas no tienen un resultado positivo. En Francia hace seis años que entró en vigor la Ley de Paridad, que fija cuotas de mujeres en las candidaturas electorales y que establece penalizaciones económicas para los partidos que no las cumplan. Al mismo tiempo se creó un Observatorio de la Paridad, encargado de hacer el seguimiento de la norma. El informe que publicó el Observatorio en 2005, después de varias consultas electorales, es demoledor: la UMP de Jacques Chirac ha dejado de percibir más de 4 millones de euros por no cumplir con la paridad, y el Partido Socialista, 1,6 millones.
En lugar de imponer un número de mujeres en las listas electorales, los partidos políticos podrían interrogarse sobre las razones por las que sus procedimientos internos de nominación bloquean el acceso de mujeres a los parlamentos y los ayuntamientos. Sería muy instructivo saber dónde están las barreras y, sobre todo, encontrar el medio de eliminarlas, de tal forma que se tuviera la certeza de que las mujeres compiten por un puesto en la lista en igualdad de condiciones con sus compañeros de partido.
La intervención en la composición de los consejos de administración resulta aún más difícil de comprender, porque la experiencia demuestra que colocar mujeres en los máximos órganos de decisión no produce un cambio real en su situación profesional.
La prueba más evidente es el Gobierno de la nación. Si el Consejo de Ministros es paritario, el nivel inmediato, las secretarías de Estado, que son uno de los principales viveros de ministrables, están ocupadas por hombres en el 75%. Tener un número igual de ministros y ministras ha procurado titulares en la prensa internacional, pero no ha tenido efecto alguno sobre el resto de los cargos públicos.
Ese mismo riesgo se corre al imponer una composición determinada a los consejos de administración de las empresas. Peor aún, la imposición entraña el riesgo de abortar una evolución positiva que ya se está produciendo.
Las empresas no son ajenas a la realidad social. A medida que las tasas de actividad femenina se equilibran con las masculinas, que el nivel de formación con el que se accede al mercado de trabajo es no sólo equiparable, sino progresivamente superior en las mujeres, y que la trayectoria profesional de las mujeres va siendo suficientemente amplia, las empresas van incluyendo en sus valores corporativos la diversidad y la igualdad de oportunidades, y desarrollan programas de gestión de su personal que buscan explícitamente equiparar la carrera profesional de las mujeres.
Es cierto que esto sucede sobre todo en los sectores donde hay mayor presencia de mujeres y en las empresas de mayor tamaño, que son las que tienen más medios y están más impregnadas de la cultura global, pero es un proceso imparable.
La incorporación de la mujer al mundo laboral es una transición y el debate real es cómo se gestiona esa transición. Si es más eficaz imponer un resultado en la cumbre o facilitar el desarrollo profesional de quienes aspiren a llegar a ella.
La experiencia de otros países demuestra que la trayectoria profesional de las mujeres se ve favorecida por entornos laborales flexibles, y que consiguen mejores resultados en la negociación individual que en las disposiciones colectivas. El cambio cultural que está suponiendo un número cada vez mayor de mujeres con ambiciones profesionales es grande, pero las medidas que lo facilitan no va necesariamente en el sentido de lo que se considera políticamente correcto.
Quizás fuera bueno tener en cuenta las trayectorias y las opiniones de tantas mujeres que, ya en este momento, han desarrollado su carrera profesional con éxito. Tener la certeza de haber sido vetada a un puesto de responsabilidad por ser mujer debe ser una experiencia desagradable. Pero ocuparlo por serlo no parece un buen remedio.