Madrid y Cataluña, dos modelos contrapuestos
Adoptar una política social implica redistribuir la renta a través de los impuestos, con el objetivo de ayudar a los más desfavorecidos y reducir la distancia entre ricos y pobres. Podemos, pues, constatar la eficacia social de la política económica del Estado en la redistribución de rentas entre comunidades autónomas. Otra cuestión es si esta política incentiva la creación de riqueza en las comunidades más pobres -como la Unión Europea respecto de España- o si sólo aporta fondos que las sitúan en un estado de subsidio permanente. La verdad es siempre ambigua.
Analizando los datos de crecimiento económico de los años treinta previos a la Guerra Civil, de la década de los sesenta -tras la autarquía y miseria de la posguerra- y de inicios del siglo XXI, se constata que la economía catalana ha conseguido mantener su peso relativo respecto de la española en un 19% del PIB. Sin embargo, no ha evolucionado igual la riqueza por habitante: si en los años treinta el PIB per cápita de Cataluña era un 60% superior al del conjunto del Estado, en el año 2000 este diferencial era sólo del 24%.
Mientras, Madrid ha aumentado gradualmente su importancia relativa sobre el PIB nacional: de representar un 8% en los años treinta pasó al 12% en los sesenta, el 16% en los ochenta y el 17,7% en 2004. Esta tendencia se hace aún más patente en la renta por habitante: en la década de los ochenta Madrid comenzó a superar a Cataluña hasta llegar hoy a un diferencial de 11 puntos a su favor (131 frente a 120, con España como base 100).
¿Por qué este menor dinamismo relativo de Cataluña respecto de Madrid? Con un volumen de población similar, la capitalidad otorga a Madrid una serie de ventajas especialmente importantes en el marco de globalización actual. En cambio la economía catalana, a priori más abierta, más exportadora, con un tejido industrial más enraizado y tradicional y con una situación geográfica más favorable respecto a Europa parece no haber sabido aprovechar bien sus ventajas.
El nivel de ayudas a las empresas pero, sobre todo, de la inversión en infraestructuras marca la primera diferencia. Durante el periodo 1990-2000 el Estado y el Gobierno autonómico han invertido en autopistas periféricas, vías de comunicación, metro y aeropuerto en Madrid cuatro veces más que en Barcelona y dos veces más que en Cataluña en los mismos conceptos.
Pero existen otros factores fundamentales que favorecen especialmente a Madrid. Primero, la dimensión de las empresas: en la capital se localiza la gran banca y sociedades financieras, las aseguradoras, las grandes constructoras, la mayor parte de las empresas de la energía y de comunicaciones, etcétera. La mayoría de empresas españolas con importantes inversiones internacionales están ubicadas en Madrid; la proporción de las empresas del Ibex con sede en Madrid y Barcelona es de 8 a 1 en capitalización bursátil. El centralismo del Estado ha creado un entorno especialmente favorable a Madrid, ha atraído a las empresas a localizarse en la capital y ha generado sinergias. El aumento de la dimensión empresarial, a menudo producto de fusiones o adquisiciones, también ha tenido lugar mayoritariamente en Madrid. Las ventajas de la capitalidad han sido definitivas y bien aprovechadas.
Cataluña, en cambio, no ha sabido hacer crecer sus empresas, proyectarlas y conseguir economías de escala. Que en algunos sectores con empresas eficientes y líderes no se hayan producido fusiones para grandes multinacionales de nivel europeo, o que empresas importantes hayan sido vendidas directamente a holdings extranjeros denota una cierta filosofía e idiosincrasia de la clase empresarial catalana: insuficiente interés para pasar a un nivel superior de empresa. Pero ¿por qué razón? Quizás el individualismo de los empresarios, la timidez de los proyectos, el conservadurismo estratégico, la confusión de gestión y propiedad o la menor capacidad de hacer frente a los condicionamientos financieros son algunos de los motivos que han retraído el crecimiento catalán desde los años treinta. El nivel de confort y autosatisfacción ha llevado, de manera imperceptible, a una falta de estímulos y voluntad para la mejora de la economía. La opa de Gas Natural sobre Endesa, la fusión de Abertis y Autostrade o la creación de líneas aéreas como Vueling y Catair son ejemplos singulares de que se pueden adoptar políticas que tiendan a eliminar las debilidades del tejido empresarial catalán.
La economía es cíclica y es posible que la situación se pueda invertir; pero más que esperar los cambios hay que provocarlos. Hacen falta políticas económicas decididas, lideradas por el empresariado, pero también una afirmación en las propias capacidades. Es necesario que el Gobierno catalán impulse una vigorosa política de I+D que estimule la colaboración universidad-empresa con parámetros empresariales. Las infraestructuras y los servicios públicos deben gozar de niveles de inversión equivalentes a los de las regiones económicamente dinámicas.
Cataluña necesita empresas más grandes, más internacionales, de mayor alcance y capacidad financiera; y la utilización de los recursos públicos debería orientarse a ello, en lugar de paliar la falta de competitividad de actividades en crisis permanente. Este planteamiento puede parecer excesivo, pero una vez contrarrestadas las principales desigualdades sociales que crea el mundo capitalista, es superfluo ayudar a los últimos en detrimento de los primeros.
Cabe observar la actuación de países y regiones de dimensión similar a Cataluña -como el País Vasco, Irlanda o Finlandia- para dinamizar unas economías con estructuras comunes a las sociedades avanzadas con altos niveles de protección social. La solución a los problemas de Cataluña está en nosotros, los catalanes, y no en la queja por 'lo que nos hacen' o lo que 'no nos dejan hacer' los demás, con independencia de que pueda ser en parte cierto. La realidad es siempre compleja.