La marcha húngara
La ciudad del Danubio celebra el Año Bartók y enseña su nueva imagen en festivales de verano, locales de moda y remozados palacios de la era imperial.
Budapest ha gastado mucho en bombillas en los dos o tres últimos años. Hasta el punto de que podría disputarle a París el título de Ville Lumière, la ciudad luz. El contorno de los puentes sobre el Danubio, el resplandor del Palacio Real y las fachadas de Buda, más el Parlamento y los palacios de Pest hacen que la ciudad brille de noche como una gema. Las mansiones modernistas de Pest son ahora hoteles de lujo; abrió brecha el Four Seasons, en el Palacio Gresham, frente al Puente de las Cadenas. Está a punto de abrir el New York Palace, más lujoso si cabe. Y se anuncia que también la Academia de Ballet, frente a la âpera, será transformada en un cinco estrellas. Lujo y brillo por todas partes, hasta en los coches que surcan las avenidas, que parecen repartirse en una tómbola.
Para digerir esta exaltación capitalista había que ajustar cuentas con el pasado. La purga de la conciencia se plasma en la Casa del Terror. Es en el número 60 de la Avenida Andrassy, el agujero negro que mejor simboliza el lado oscuro de la historia húngara reciente. Allí estuvo primero la sede del partido nazi y luego la policía secreta del partido comunista. Cuando sonaba el timbre en algún hogar, a altas horas de la noche, y un coche negro traía un infeliz a este edificio, todo estaba perdido. Ahora la casa es un memorial, más que un museo. Los testimonios -aunque no se entienda el húngaro de las filmaciones- hablan por sí mismos. La falsa propaganda y las promesas de dicha se resuelven en los sótanos, donde siguen tal cual las celdas nauseabundas las horcas cutres, donde asesinaban a los disidentes sin un ápice de dignidad. Es una visita que no se debe omitir, aunque de ella se salga con el corazón encogido.
Otra cosa reciente y que tiene que ver, también, con ese ajuste de cuentas es el Parque de las Estatuas. A las afueras de Budapest, en algo muy parecido a un cementerio, se han agrupado los monumentos de la era comunista. Efigies de próceres, proletarios travestidos de superhombres con gestos ampulosos, como de santos barrocos, sencillamente patéticos: sic transit gloria mundi. Lo único digerible es el humor de los souvenirs, mofándose de tanta vana solemnidad, y un humilde monumento a los brigadistas internacionales, con el nombre esculpido de Madrid, Belchite, Teruel y otras batallas.
Sólo han indultado una estatua de la era comunista. La de la Libertad, en la proa de una Ciudadela que, por cierto, es un mirador aconsejable. También lo son que la cúpula de San Esteban, o el Bastión de los Pescadores: Budapest es una exhibicionista, y esos tres son sus mejores ángulos. Los tics heredados del pasado reciente han sido encauzados en empresas como la construcción del nuevo Teatro Nacional y del vecino Palacio de las Artes. Lo que éste tiene de faraónico queda absuelto por su excelencia técnica; aparte de alojar la colección Ludwig de arte moderno, posee dos salas de conciertos que son , un prodigio de tecnología, pues el propio armazón de las salas se puede adaptar a las exigencias acústicas de cada pieza.
Pero lo que más llama la atención es cómo ha evolucionado la calle. La plaza Franz Liszt, de noche, es un hervidero de terrazas y locales de diseño. Se ven grupos de jóvenes foráneos que -por lo visto es la moda- vienen a celebrar despedidas de soltero de soltera.
La marcha empieza a las dos o tres de la madrugada. Lo último para este verano es la discoteca Custo, al aire libre y en los muelles del Danubio. Frente a esta marcha arrolladora, la célebre Marcha húngara de Berlioz se quedaría en balada. Hasta el Año Bartók, dedicado al compositor y musicólogo Bela Bartók se ha reducido a pasar la aspiradora por su casa museo de âbuda, además de incluir alguna pieza suya en los conciertos de rigor.