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Columna
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Globalismo

El paradigma del globalismo, que defiende las virtudes del libre comercio, está, a juicio del autor, entrando en crisis. No son sólo los altermundialistas, sino los propios Gobiernos los que prefieren resolver problemas transnacionales con medidas nacionales

Se suele utilizar la expresión paradigma científico para referirnos a un esquema de pensamiento que es utilizado por un grupo de científicos para su trabajo. Se suele denominar paradigma científico dominante al utilizado por la mayoría de los científicos durante un periodo de tiempo. En el caso de la ciencia económica, sus paradigmas son algo más que concepciones científicas, tienden a convertirse en paradigmas ideológicos. Los paradigmas científicos dominantes experimentan unos ciclos vitales de nacimiento, madurez y decadencia para ser finalmente abandonados. Se considera que un paradigma ha entrado en su fase final cuando aparecen problemas o fenómenos que el paradigma no puede resolver o explicar. Las grandes teorías económicas soportan mal el paso del tiempo. Y ya se sabe, cuanto más ambiciosa es una teoría, cuanto más pretende explicar y más influencia ideológica aspira a alcanzar, mayor es el riesgo de verse refutada por ejemplos de la realidad. Es cuando en teoría del conocimiento se afirma de una teoría que le están creciendo los enanos.

Algo de esto puede estar sucediendo con el globalismo, o teoría e ideología que afirma que la extensión del comercio internacional es la correcta manera de entender la realidad y de diseñar la realidad, concretamente de diseñar la política de los Gobiernos nacionales. Para sus fanáticos, la globalización es, inevitable, benéfica, causa e instrumento de premio (para creyentes y practicantes) y castigo (para agnósticos y pecadores). Una vez que los pueblos y sus individuos conocieran y adoptaran la buena nueva, los mercados libres se harían cargo de la situación haciendo a todos partícipes de la tecnología y de los frutos del esfuerzo, removiendo los obstáculos al progreso y haciendo innecesarias buena parte de las funciones y recursos de los Gobiernos nacionales. Se pasa del reino de los mercados nacionales protegidos y la escasez al reino de los mercados globales competitivos y la abundancia. Globalismo en vez de nacionalismo.

Este modelo se gesta a principios de los años setenta en un pueblo suizo llamado Davos, y se institucionaliza con la creación del G-6 (posteriormente, G-8). Sus grandes virtudes radican en que tiene una formalización simple, funciona bien para los ricos y no hace a nadie responsable de los fracasos. Además, es susceptible de ser humanizado. En el globalismo caben todos.

El globalismo se asemejaba a la religión. Al gobernante catecúmeno le dice: deja todo lo que tienes y sígueme. El Gobierno deberá renunciar a su soberanía monetaria, arancelaria y presupuestaria, despedir servidores y liquidar posesiones, rebajar sus ingresos y dejar hacer, sobre todo, dejar hacer.

Pero en economía, como en política, no se conocen los espacios vacíos. El dinero que púdicamente no emiten los Gobiernos para no contribuir a la inflación, lo emitirán los bancos y las sociedades mercantiles en forma de tarjetas de crédito y acciones con las que comprar bienes de consumo y empresas; las barreras de acceso a los mercados que eliminan los Estados las levantan en cuanto pueden las grandes empresas con patentes, economías de escala, canales de distribución y diferenciación de productos; los monopolios públicos a los que renuncian los Estados pasan a ser monopolios privados.

De todo ello deberían haberse producido mercados competitivos y aumento del bienestar. Esto es, mercados con muchos oferentes y países con menos pobres. Desgraciadamente, si bien de todo lo anterior hay testimonios, de esto último no hay evidencia concluyente. Es más, se acumulan ejemplos sobre el dominio en los mercados y sobre la pobreza de la gente que ponen en duda el paradigma.

Los que combaten la concepción dominante argumentan que: el fenómeno de la globalización ha creado una élite mundial cuyos miembros no comparten intereses comunes con sus respectivos conciudadanos; los trabajadores occidentales han perdido bienestar y seguridad sin que haya disminuido la pobreza en el mundo; la no coincidencia de los intereses de las corporaciones con los de sus países de origen provoca deslocalización de la actividad económica; los Gobiernos no se sienten responsables de lo que pase en la economía y abandonan las políticas de fomento y protección social.

Este grupo, además de argumentos, aportan ejemplos. Nafta es uno de ellos, las expectativas creadas hace una docena de años no se han visto realizadas, pero sus costes todavía se recuerdan. Las crisis asiáticas y latinoamericanas, las malas experiencias de los programas implantados por las agencias de desarrollo y la pobreza africana también suelen ser citadas.

Pero todo lo anterior no sería motivo suficiente para preguntarse por los años de vida que le quedan al globalismo, si no fuera porque ideológicamente comienza a ser cuestionado por los Gobiernos nacionales. Se acumulan ejemplos de Gobiernos que optan por tomar soluciones nacionales a problemas transnacionales cuando consideran que tienen motivos para ello. Ejemplos recientes, Unocal, Gaz de France, Eon, Dubai Ports World, directiva europea de servicios. La lista no está cerrada.

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