Buen gobierno, transparencia y eficiencia
Apenas presentado, el proyecto de nuevo Código de Buen Gobierno elaborado por la comisión creada al efecto por la CNMV ha dado lugar ya a encendidas polémicas acerca de su carácter intervencionista y de los pretendidos excesos en los que, en virtud del mismo, incurriría. En estas mismas páginas me ocupé, hace un par de semanas (Cinco Días, 31 enero. Buen gobierno e igualdad de sexos), de las pretensiones del Código en lo que se refiere a la garantía de la igualdad de sexos en la alta gestión de las empresas y, al hilo de esa reflexión, creo que puede hilvanarse otra más general que conecta con ese denunciado intervencionismo.
En efecto, la cuestión fundamental creo que es la que se refiere al título en virtud el cual los poderes públicos o los organismos reguladores pueden intervenir en la vida interna de las empresas. Para garantizar la igualdad de sexos en los órganos de gobierno societarios, el grupo de trabajo que ha elaborado las propuestas sometidas a debate recurre a la defensa de la eficiencia de las empresas. El respeto de la igualdad de sexos no es un tema propio de la responsabilidad social corporativa, sostiene el grupo, sino que entra de lleno en el buen gobierno de las empresas, por cuanto su gestión eficiente no puede asegurarse si se prescinde, en la proporción adecuada, del porcentaje que representa la población de sexo femenino. Aquí es donde creo que está el punto fundamental del debate: la defensa de la eficiencia no es un título que justifique, en una economía de mercado, la intervención reguladora del Estado en la vida interna de las empresas, ni la actuación de los reguladores o supervisores en relación con las mismas.
Nuestra Constitución garantiza la libertad de empresa en el seno de una economía de mercado (artículo 38). Las normas o códigos de buen gobierno se refieren a la actuación de empresas privadas, que actúan en el seno de un mercado libre. El mejor regulador de dicha actuación es el mercado, que es también el mecanismo más eficiente de asignación y distribución de recursos. Y ello es lo que está en la base del progreso económico y del bienestar social de los países con economía capitalista de libre mercado.
Al mismo tiempo, el Estado tiene un importante papel en la redistribución solidaria de los recursos y en la corrección de las deficiencias de funcionamiento del mercado. El éxito del modelo europeo es el resultado de una precisa combinación entre Estado y mercado. El mercado asigna y distribuye los recursos y el Estado redistribuidor garantiza la solidaridad tanto a escala individual (que es el fundamento de la imposición progresiva) como territorial (garantizando a todos los territorios una dotación similar de servicios básicos y de infraestructuras). Por cierto, si se me permite la digresión, ahora parece que lo progresista es que, territorialmente, cada uno reciba en función de lo que aporta, tras lo cual puede hacerse una aportación solidaria a los demás que, eso sí, no pueda emplearse en infraestructuras, no vaya a ser que los más pobres espabilen y empiecen también a competir.
Sobre esa base, la intervención estatal en la vida de las empresas sólo es admisible (y buena) si está motivada por la intervención correctora y reguladora del Estado. Los códigos de buenas conductas exigidos a las empresas por los organismos reguladores se justifican solamente por la protección del buen funcionamiento del mercado y de los protagonistas del mismo que tienen menos poder. La importancia del capital flotante, la separación entre propiedad (difusa) y poder de gestión (cada vez más concentrado) en las empresas, exigen que aquéllas que apelan a los mercados y a los inversores privados deban ser transparentes, deban aportar toda la información relevante, deban aportarla en condiciones de igualdad y deban evitar los conflictos de intereses y en particular las situaciones en que los de sus gestores prevalezcan sobre los del público en general (accionistas y potenciales inversores).
El Estado y los organismos reguladores no son quiénes para tutelar la eficiencia de las empresas: de premiar la eficiencia o de sancionar la ineficiencia se encarga el mercado.
Por ello, no cabe apelar a la protección del funcionamiento eficiente de las empresas para condicionar, ni con imposiciones ni con recomendaciones, su vida interna. La línea divisoria entre la legítima intervención del Estado y de los organismos reguladores y supervisores, para la protección de los mercados y de los inversores y accionistas, y la ilegítima intromisión, intervencionista, en la vida de las empresas, viene dada precisamente por la razón fundamentadora de la intervención. La composición numérica o cualitativa de los órganos de administración, la distribución de poderes dentro de los mismos, la fijación de requisitos para la pertenencia a ellos (como, por ejemplo, la determinación de edades de jubilación), etcétera, podrán abordarse desde la perspectiva y en la medida en que lo exija el gobierno transparente de las empresas, no desde el punto de vista de la garantía de su funcionamiento eficiente. Ningún organismo regulador, ningún grupo de trabajo, pueden, por mucha sabiduría que concentren, competir con la inteligencia del mercado.