¿Quo vadis, IRPF?
El Gobierno presentó la semana pasada el anteproyecto de ley de reforma tributaria para el ejercicio fiscal de 2007. Las medidas pretenden aportar mejoras al IRPF, pero para el autor están lejos de cumplir ese propósito y pueden resultar contraproducentes
La propuesta de reforma del IRPF, junto con otras medidas más o menos inocuas, conlleva un cambio en la naturaleza del impuesto. El IRPF dejará de ser un impuesto que grava de forma progresiva todas las rentas del contribuyente y se compartimentará en dos impuestos. Uno que grava de forma progresiva (con tipos entre el 24% y el 43%) los rendimientos que no son del capital (trabajo y actividades) y otro que grava proporcionalmente y a un tipo muy bajo los rendimientos del capital (se gravan al 18%, muy por debajo incluso del mínimo de las demás rentas). Con esto, se transforma de facto en una versión muy imperfecta de lo que en algunos países se ha dado en llamar impuesto dual y en España se llamaba antes de 1979 impuesto sobre productos.
La justificación que se ofrece es, fundamentalmente, mejorar la neutralidad del impuesto ante los rendimientos del ahorro. También se apunta tímidamente en el anteproyecto la mejora de la competitividad en los mercados internacionales de capital. Todo esto es, sin embargo, demasiado dudoso. Sumar sin matices algunas (que no todas) las rentas del capital no conduce a la neutralidad. Con el nuevo impuesto se penalizan las plusvalías a largo plazo, se prima a los intereses frente a los dividendos, sigue habiendo rendimientos exentos, inversiones bonificadas, tratamientos ad hoc (rentas temporales o vitalicias), se prima la inversión vía gestoras de fondos frente a la inversión directa, etcétera.
La reforma rompe la naturaleza y filosofía del impuesto sobre la renta y no resuelve ninguno de sus problemas sustantivos
Frente a estas dudosas ganancias, los costes de la tributación separada del capital son claros. Se quiebra la equidad horizontal y vertical del impuesto. Por un lado, a rentas iguales quien las obtenga del trabajo pagará más que quien la obtenga del capital. Por otro, como las rentas del capital son porcentualmente más importantes para las rentas altas, la tributación a un tipo único del 18% reduce, fundamentalmente, los impuestos de las rentas más altas. Así, la separación de fuentes abre una brecha esencial en la equidad de un impuesto cuya justificación última es, precisamente, lograr la justicia tributaria.
El argumento de la competitividad internacional también está lleno de limitaciones. De entrada, reducir los impuestos no es la única forma de evitar deslocalizaciones del capital ni, probablemente, la más efectiva. De hecho, a no ser que el tipo fuera cero, la efectividad de estas reducciones será escasa. Además, si el precio de acabar con algunas deslocalizaciones es socavar la naturaleza del impuesto, para muchos, puede ser un precio inaceptable.
Tras la separación de fuentes, la novedad más importante de la reforma es que, recuperando la situación anterior a 1998, traslada las deducciones familiares de la base a la cuota. Esto puede parecer un avance hacia la progresividad. Sin embargo, no lo es. El tamaño de la familia afecta a la capacidad de pago y, por tanto, el ajuste debe realizarse en el indicador de capacidad de pago. Es decir, la base. La progresividad debe introducirse de forma justa -en la tarifa- y no de forma injusta -trasladando de la base a la cuota lo que debe estar en la base-.
La reforma se complementa con otras medidas de menos calado. Entre ellas, se limita la cuantía y se endurecen las condiciones para aplicar la deducción por planes de pensiones, se introduce una deducción por adquisición de seguros de dependencia y se modifica la estructura de la escala (en la que se aumenta el mínimo exento pero a cambio se aumenta el tipo marginal mínimo del 15% al 24% y se reduce el máximo del 45% al 43%).
La reducción de los incentivos a los planes de pensiones es razonable. De hecho cabría preguntarse qué sentido tienen siquiera estos incentivos. La nueva deducción por seguros de dependencia es oportunista pero, probablemente, carece de justificación económica (por cara, poco efectiva y sin resultados sustanciales). En cuanto a la escala, nunca dejará de sorprenderme que alguien pueda dar algún valor económico a reducir el número de tramos (por ejemplo, como en esta reforma, de 5 a 4).
Tomando todo en cuenta, la reforma presenta más sombras que luces. Por un lado, rompe la naturaleza y filosofía del IRPF. Por otro, no ha resuelto ninguno de los problemas sustantivos del IRPF e, incluso, ha agravado algunos. Entre ellos: a) el impuesto no es justo con el contribuyente porque no le compensa por la inflación (no se actualizan los valores de adquisición en la plusvalías ni hay indicación de tramos y deducciones); b) contribuyentes con la misma renta pagan impuestos radicalmente distintos porque sus rentas vienen de fuentes distintas (trabajo, capital alquileres, etcétera) y/o la dedican a diferentes usos (vivienda, seguros, planes de pensiones); c) se favorece el encarecimiento de la vivienda (la exención de las plusvalías en la vivienda propia si se reinvierte favorece un juego de la pirámide en el mercado de la vivienda); d) no es neutral con respecto al ahorro, y e) hay unos niveles de fraude que socavan la propia justificación del impuesto.