Los rascacielos de barro de Sana'a
La capital de Yemen está declarada Patrimonio de la Humanidad
En no pocas ocasiones, las leyendas esconden realidades capaces de desconcertar a la imaginación. Al atravesar la puerta Bab As Sabah, la más importante de las que permiten acceder al centro amurallado de la zona vieja de Sana'a, la capital de Yemen, se tiene la sensación de entrar en un mundo imaginario, en algún cuento de Las mil y una noches. Los espacios se comprimen en un laberinto de calles estrechas abigarradas de gente y de todo tipo de tiendas y puestos callejeros. Es como lanzarse a una piscina de agua helada, cuesta adaptarse a la primera impresión.
Los pulmones tienden a rechazar esa bocanada de aire denso cargada de un fuerte olor a especias, incienso, perfumes, dulces, frutas, sudor y suciedad. Los ojos, desorbitados como una bitácora imantada, no logran centrar el foco, desvariando entre corderos abiertos en canal, pescados que se escurren de los montones como si aún estuvieran vivos, apelmazados bloques de dátiles, rimeros de frutas, orlas de joyas, cestos de abalorios, objetos de hojalata, ropajes de todo tipo, fundas de pistola, balas y jambiyas, las dagas curvas que llevan los hombres atadas a la cintura, símbolo de su virilidad. Falta sitio. Por entre la masa de gente se mueven carros, carretillas, bicicletas y borricos que prácticamente obligan a abrazar al prójimo para abrirles paso. Unos viandantes que impresionan, todos con su cimitarra al cinto y muchos con un kalashnikov colgado del hombro, como si fuera el bolso.
Vencido el instinto de dar media vuelta, el agobio desaparece. La mirada, más confiada ahora, busca espacios inexplorados, escala las altas paredes de las casas circundantes, unidas entre si por una maraña de cables tan tupida como una tela de araña, cuyos pies permanecen sumergidos en ese tráfago vital donde el tiempo parece haberse estancado, incapaz de encontrar la salida entre el humo de los tenderetes de comida callejera y una cartografía imposible.
Recortados contra el cielo, se yerguen construcciones de barro hasta de 10 pisos de altura, configurando un paisaje urbano único en el mundo. Una maravilla declarada patrimonio histórico de la Humanidad, conformada por edificios que se siguen construyendo sin andamios, desde dentro, siguiendo unas técnicas ancestrales que han suscitado el interés de grandes arquitectos.
Sana'a, una ciudad extendida sobre una llanura a más de 2.000 metros, semeja una inmensa tarta de chocolate y nata. Las ventanas, muchas y algunas muy pequeñas, casi troneras, rompen la tiranía del marrón al estar pintadas de blanco, igual que los adornos geométricos que cruzan la fachada de lado a lado separando un piso de otro. Son construcciones barrocas, con una decoración recargada a base de celosías, miradores, molduras y lacerías, que transmiten una ilusoria sensación de riqueza en uno de los países más pobres del planeta. Visto desde la azotea de cualquier edificio, el paisaje se engrandece con los minaretes de las más de 50 mezquitas y gana en policromía con los tonos vivos de las alfombras puestas a orear en las terrazas y el azul cielo con el que están pintadas las contraventanas de madera.
La arquitectura de la capital no es exclusiva, compendia un estilo que se repite en otros pueblos y ciudades del país, como en Amran, Thula o Wadi Dhar, un pueblo oculto en el fondo de un valle fértil, del que emerge hacia el cielo como un dedo admonitorio la antigua torre-palacio del imán Yahya, célebre por expulsar a los turcos, asentada sobre un bloque de roca de más de 50 metros de altura.
Del rico muestrario arquitectónico yemení, acaso sea Shibam, al Este, en el valle de Hadramaut, la población más espectacular, con sus cerca de 500 edificios de hasta 30 metros de altura, la mayor parte de ellos construidos en el siglo XVII, considerados como los primeros rascacielos de la historia. Su ubicación en medio de un valle desértico, apiñados tras una muralla de adobe rectangular, acentúa la verticalidad y la sensación de extrañeza que provoca su contemplación. Un recurso arquitectónico buscado por los constructores que consiguen crear, al combinar la altura con la estrechez de las calles, zonas permanentes de sombra y un embudo natural que enfría el aire.
No menos sorprendente resulta la solución de unir algunas casas por medio de pequeños puentes elevados para facilitar la comunicación sin necesidad de tener que bajar a la calle.
Del café al qat
Los habitantes de Yemen tienen una relación histórica con las plantas excitantes. Fueron los ortodoxos musulmanes yemeníes quienes, según coinciden todas las historias, encontraron en el kahwah o café el medio de exaltarse en sus oraciones nocturnas. Durante cuatro siglos, hasta comienzos del XVIII, fueron los únicos productores mundiales, con Mokha como el puerto desde el que se distribuía a todos los países consumidores. La competencia de las colonias inglesas llevó a los pobladores de la Arabia Feliz, como denominaban los romanos estos territorios, a volcarse en el cultivo del arbusto del qat , cuyas hojas producen, a base de una masticación permanente, un estado de excitación o de euforia.Se compra en los mercados, envuelto en las bolsas de plástico que luego alfombran el suelo de las poblaciones, y su consumo es masivo. Las hojas se van introduciendo poco a poco en la boca hasta que forman la característica bola que desfigura el rostro de los yemeníes y que tanto sorprende a cualquier viajero. Llama la atención ver a los guardias de tráfico, los empleados de oficinas bancarias, los comerciantes o, en general, a cualquier persona de la calle atender sus quehaceres con un inmenso flemón en el carrillo que sube y baja de forma permanente. Ellos aseguran que no crea adicción, pero algunos de sus efectos son demoledores. La gente destina el 30% de sus ingresos a consumirla diariamente y cultivos tradicionales como el café o los árboles frutales han sido sustituidos por el qat.