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Tribuna
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La carrera fiscal de las autonomías

A los teóricos de la fiscalidad, septiembre nos ha despertado con cuestiones tan esenciales como ¿el futuro de nuestro sistema fiscal es el de articularse sobre la tributación sobre el consumo, abandonando paulatinamente la tributación sobre la renta y el patrimonio? y ¿se continuará reformando nuestro sistema sin hacer efectiva la corresponsabilidad fiscal de las otras Administraciones diferentes de la del Estado?

Ambas se desprenden del contenido del documento sobre el gasto sanitario enviado a las comunidades autónomas, discutido en el Consejo de Política Fiscal y Financiera del pasado miércoles y objeto de debate en la Conferencia de Presidentes.

La respuesta a la primera de las cuestiones exige hacer un análisis de la situación actual desde la óptica de la evolución de nuestro sistema fiscal, desde la primera reforma importante del sistema de financiación territorial.

Ciertamente, desde 1996 se inició la tendencia en nuestro sistema fiscal -inscrita en una política neoliberal defendida en muchos países del entorno- de ir reduciendo la tributación sobre la renta, el beneficio o el patrimonio, con independencia del nivel de organización territorial de la que se tratara. Medidas que ejemplifican de lo anterior son, entre otras, el aumento de las deducciones en el Impuesto sobre Sociedades, la creación de las sociedades patrimoniales, los sucesivos descensos de los tipos de gravamen en el IRPF, la paulatina abolición del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones o la supresión del Impuesto sobre Actividades Económicas (AIE).

Tal rebaja sólo podía compensarse bien con una reducción del gasto público o bien con un incremento de los tributos indirectos, los cuales son políticamente más rentables, por ser menos perceptibles por el ciudadano, llegando a ser incluso anestesiantes. Afortunadamente -por el peligro que hubiera supuesto la primera opción para nuestro Estado del bienestar-, la opción política tomada ha sido la de aumentar la presión fiscal sobre el consumo, con medidas tales como la implantación del Impuesto sobre las Primas de seguros y del Impuesto sobre la Electricidad, inexistentes en nuestro ordenamiento hasta ese mismo año 1996.

Desde el punto de vista de la aplicación de los tributos, esta evolución del sistema fiscal español, tal vez, sea justa por cuanto que los sistemas fiscales basados en el gravamen de la renta, terminan siendo soportados por los perceptores de rendimientos del trabajo personal, ya que las otras rentas son más difíciles de controlar, aunque ello no justifique su opacidad.

Sin querer abundar en el significado económico de una u otra opción, es necesario destacar, o recordar, la importancia de la vigencia del principio de capacidad económica, constitucionalmente garantizado, en nuestro sistema fiscal. Dicho principio obliga a los Gobiernos a fijar la contribución a las cargas públicas de los contribuyentes según su capacidad económica, la cual difícilmente se pone de manifiesto en el nivel de consumo de hidrocarburos, tabaco, alcohol o electricidad, tal y como se pretende gravar en la propuesta que comentamos.

En relación con la segunda de las cuestiones que nos plantea el documento, parece conveniente que el Estado preste un apoyo necesario, y solidario respecto de todo el territorio, a una cuestión esencial como es el problema financiero de las comunidades autónomas, máxime al haberse producido circunstancias sobrevenidas y no previstas cuando se diseñó el modelo de financiación vigente. Ahora bien, las comunidades gozan de una amplia autonomía financiera, tanto para crear sus propias fuentes de recursos, y no sólo los tributarios, como para controlar sus gastos. La tendencia de nuestro sistema fiscal señalada anteriormente de reducir los tributos sobre la renta y el patrimonio nada les ha ayudado a fortalecer y utilizar sus mecanismos fiscales articulados en la Lofca, y en la Ley 21/2001, por el que se aprueba el sistema de financiación vigente, sino todo lo contrario. Esto es, han iniciado la carrera por la supresión del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, el Impuesto sobre el Patrimonio, no han hecho uso de su capacidad normativa respecto del IRPF y, de forma insuficiente, sobre la tributación ambiental propia. Por ello no sorprende que tengan problemas financieros y que prefieran que el Gobierno central se los solucione, pues así no tienen que soportar el coste político que cualquier aumento en la imposición personal o el establecimiento de tributos medioambientales conlleva, postura difícilmente conciliable con la anunciada rebaja impositiva que propugnan.

Acertadamente, el Gobierno de la nación ha decidido reformar el actual impuesto sobre la renta. A mi juicio esta sería la oportunidad para frenar esta carrera de reducción de impuestos y reconducir el sistema fiscal hacia los principios de igualdad, generalidad, capacidad económica y progresividad tributaria, tanto en el diseño de la norma como en su aplicación, y que no son sino los que conforman el concepto de justicia tributaria, hoy por hoy, vigente en nuestra Constitución. Del mismo modo, esta reforma podría impulsar nuevamente la autonomía financiera de las comunidades autónomas, compeliéndolas al ejercicio de su corresponsabilidad.

La conclusión es clara: si queremos disfrutar de buenos servicios públicos, no podemos eludir el pago de los mismos y sobre todo, la recaudación de los recursos con los que sufragarlos.

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