El déficit corriente, ¿un problema del pasado?
Con alta probabilidad el déficit corriente español superará el 6% del PIB en 2005. Respecto a la gravedad de este problema hay toda una gama de opiniones, desde los que lo ven como una garantía de fracaso económico a no muy largo plazo, hasta los que lo evalúan como una circunstancia más, no necesariamente peor que cualquier otro de los problemas que padece nuestra economía.
En uno de los peores momentos monetarios de nuestra reciente historia (1992), un déficit corriente del 3,6% del PIB precipitó una serie de crisis cambiarias sobre las paridades mantenidas por la peseta en el Sistema Monetario Europeo. El origen del abultado déficit estaba en la apreciación de la peseta, con una incorporación muy sobrevalorada al SME, que supuso una terrible pérdida de competitividad de nuestra economía.
Los realineamientos de paridades de 1992, 1993 y 1995 permitieron una ganancia de competitividad que, junto con la moderación de la demanda interna, devolvió las cuentas exteriores a una situación cercana al equilibrio. Merece la pena recordar que en el momento inicial de las crisis cambiarias, el déficit corriente se componía principalmente de déficit público (4,0% en 1992 y 6,7% en 1993), pues el resto de los agentes de la economía (empresas y familias) eran suficientes en la financiación de su gasto en inversión con su ahorro, o no tenían forma de acceder al ahorro del resto del mundo.
La existencia de una moneda propia, aunque bajo un esquema de tipos de cambios cuasi fijos, era una garantía de reequilibrio de las cuentas externas. Cuando la financiación exterior no alcanzaba a financiar el déficit de ahorro interno, la reserva de divisas que sostenía la paridad de la peseta se agotaba, como paso previo a una devaluación y a la posterior recuperación del desequilibrio exterior. Esta ha sido, con escasa variación, la historia cambiaria española desde los setenta hasta los noventa. Indicadores de desequilibrio como el déficit corriente, su componente público (déficit de las Administraciones públicas), o la persistencia del diferencial de inflación servían como indicadores adelantados de cada una de nuestras crisis cambiarias, devaluaciones y realineamientos.
El recuerdo de nuestra historia nos debería hacer cautos sobre la situación actual de déficit corriente en máximos históricos. Además, el persistente diferencial de inflación respecto a nuestros principales socios comerciales y la evolución de la productividad, peor que la de los países de nuestro entorno, tienden a alejarnos más del equilibrio exterior al no tener una divisa propia que compense estas pérdidas de competitividad con su depreciación.
Pero no deberíamos evaluar el déficit corriente con el mismo baremo con que lo hacíamos bajo la peseta. Hay circunstancias diferentes respecto a las que precedían a las crisis cambiarias del pasado. La primera es que no puede haber crisis cambiaria, por no tener moneda propia nuestra economía. Además, el euro multiplica por 10 el tamaño de nuestra área monetaria de referencia, de forma que en el ahorro de la eurozona es capaz de asimilar holgadamente nuestro déficit corriente. Por otra parte, en la actualidad es el sector privado el que está generando el problema de déficit exterior, ya que las Administraciones públicas están en equilibrio presupuestario o, lo que es lo mismo, financiando sus inversiones con su propio ahorro. Nunca las empresas y las familias españolas habían podido financiar su consumo y sus inversiones con tanta facilidad y en condiciones tan ventajosas. Recientemente recordaba un columnista (J. J. Ruiz) que el nuestro no es estrictamente un problema de ahorro sino de exceso de inversión. Este aumento de la inversión se asocia a un aumento de posibilidades de su financiación. La financiación del sector privado ha mejorado radicalmente con el acceso a los mercados europeos, de forma que nuestro sector bancario es capaz de encontrar la financiación del déficit de ahorro interno en condiciones de precio y cantidad que no tienen precedentes históricos. El propio sector bancario español no pierde tampoco solvencia con la expansión de su actividad y su endeudamiento, garantizando la continuidad del proceso.
Entonces, ¿qué hacer respecto al déficit corriente? Una opción es atacarlo a través del presupuesto, generando superávit corriente en su componente público, mediante una política fiscal más contractiva. Las condiciones monetarias son tan holgadas que resulta oportuna una combinación de políticas menos laxa. Sin embargo, es tan grande el déficit exterior que difícilmente puede ser solución un superávit mayor de las Administraciones públicas.
Otra opción es no atacar el problema. Puede parecer una locura, pero tiene partidarios tan respetables como Edgard C. Prescott o Alberto Ruiz-Gallardón ('es momento de endeudarse'). Aun así, las políticas económicas deberían perseguir, por lo menos, que no se incrementara el desequilibrio externo como consecuencia de la pérdida de competitividad debida al escaso crecimiento de la productividad o al diferencial de inflación. Otra cosa es averiguar cómo se hace esto.