Mañana, los abogados se forjarán en el mercado
En la actualidad, en lo que a nuestro país se refiere, el desempeño de la profesión de abogado o procurador se caracteriza, desde la óptica de la libre concurrencia, por una práctica desregulación, pues basta la mera licenciatura universitaria junto al simple trámite administrativo de la colegiación para poder ejercer la profesión en todos los órdenes jurisdiccionales y ante cualquier órgano o instancia judicial, y a lo largo de toda la carrera profesional.
Parece claro pues que cualquier proyecto de reforma deberá vertebrarse sobre dos ejes fundamentales: el mantenimiento de la libre competencia como principio regulador, y la configuración y delimitación de un mercado que garantice unos adecuados niveles de calidad y seguridad en la prestación del servicio.
El objetivo de la inminente reforma que se anuncia no es, o al menos no debería ser, otro distinto de la pretensión, ampliamente compartida por todos los sectores afectados, de mejorar la calidad en la prestación del servicio, garantizando que quienes acceden a la profesión poseen unos mínimos y suficientes conocimientos y habilidades profesionales.
Si esa naturaleza holística que se predica de la Administración Pública significa algo, y ha de significarlo, es justamente que el interés colectivo no es la resultante agregada de una suma de intereses particulares o corporativos, y que, con independencia de que los contenga, toda regulación en esta materia ha de alejarse de cualquier especie de reparto o distribución fraccionada de cuotas de influencia.
Desde estas premisas, el Observatorio Justicia y Empresa postula un sistema de acceso al ejercicio de la profesión de abogado y procurador que, garantizando el exigible nivel de calidad, tan demandado socialmente, permita al futuro profesional elegir con entera libertad la institución pública o privada que, en condiciones de libre competencia, le ofrezca mayor garantía para superar los requisitos que definitivamente se establezcan.
Por eso, el filtro ha de ponerse al final del camino. Se trataría de instaurar una prueba de acceso o examen de Estado habilitante, cuya superación facultaría al licenciado universitario para el ejercicio de la abogacía. Ello produciría un efecto dinamizador en el mercado de referencia en un doble sentido: contribuiría decisivamente a elevar el nivel de calidad de los futuros profesionales y, a su vez, favorecería la mejora del contenido académico de los programas que, ofertados en régimen de libre competencia por instituciones públicas y privadas, se diseñarían por éstas para la preparación de la prueba.
Este plausible objetivo, que cohonesta el necesario equilibrio que ha de reinar entre la calidad del servicio y la competencia de los oferentes, sólo podría alcanzarse si desde la consiguiente plataforma legislativa no se erigen barreras artificiales que limiten la competencia y sólo persigan fidelizar administrativamente clientes cautivos.
En consecuencia, el acierto de la nueva regulación se residenciará en los términos en que se defina esa prueba de acceso o examen habilitante, que no puede consistir en una reedición más o menos compendiada de la licenciatura universitaria, sino mucho más concretamente en una evaluación objetiva de los conocimientos prácticos y habilidades técnicas que han de exigirse a los futuros profesionales de la abogacía.
Por estos motivos, resulta trascendente que la regulación administrativa se aleje de esa censurable práctica a la que tantas veces se ha acudido de distribuir la influencia de los intereses afectados de manera comunitaria, y se oriente por un criterio objetivo y universal del interés público.
Iguales criterios han de regir también para la exigible formación continua de los profesionales en ejercicio, novedad que está siendo objeto de debate. La mejor garantía para una adecuada actualización de las habilidades y conocimientos de los abogados y procuradores en ejercicio la constituye precisamente la libertad de concurrencia de todos los operadores que en la actualidad ofertan estos servicios.
En un tiempo en el que la experiencia ha evidenciado que la regulación administrativa de los mercados y la burocratización de su funcionamiento conduce, con no poca frecuencia, a la generación no sólo de resultados ineficientes sino también faltos de equidad, no parece que a la hora de emprender una reforma como la que se anuncia sean aconsejables patrones o directrices que olviden el papel de los mercados y la competencia, y se entreguen a prácticas excesivamente intervencionistas o corporativos que creíamos casi periclitadas.