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CincoSentidos

Kandy, el embrujo de la luna de agosto

Muchos pueblos se mueven, como las mareas, arrastrados por el embrujo de la luna. Los cingaleses de la isla de Sri Lanka, una lágrima vertida por el rostro triste y resignado de la India en el golfo de Bengala, celebran con fiestas la llegada de la luna llena y visitan los templos al inicio de cada una de sus cuatro fases, los días poya, ofreciendo a Buda bandejas de flores, lamparillas de aceite e incienso, el símbolo de la pureza. La religión es para este pueblo de tez oscura y maneras elegantes -resulta sorprendente cómo alguien apenas vestido con un trapo puede trasmitir tanta nobleza- su patrón cultural, su manual de conducta, hasta tal punto que toda la isla viene a ser como un inmenso templo flotante.

Su panteísmo vital los impulsa a realizar pequeñas ofrendas casi por cualquier acontecimiento que se produzca en el ámbito doméstico o del trabajo, como un largo viaje, el inicio de las clases, sembrar o cosechar el arroz o cambiarse de casa. Su pasión por los ritos ha transformado ciertas ceremonias religiosas en actos de exaltación masiva.

Todos los años, en los últimos días de julio o primeros de agosto, al inicio de la luna llena, se celebra en la ciudad de Kandy, a unos 130 kilómetros al este de Colombo, la capital del país, la Perahera de Esala (Procesión de Agosto), uno de los festivales religiosos más espectaculares del sudeste asiático. Durante 10 días, decenas de elefantes y miles de bailarines, tragasables, comefuegos, acróbatas, malabaristas y penitentes, algunos con sus mejillas atravesadas por agujas para cumplir una promesa, desfilan en procesión todas las noches por las calles de la ciudad más bella y mística de Sri Lanka. Con esta celebración se pretendía que los creyentes pudieran ver el Diente de Buda -se dice que es el colmillo izquierdo-, una de las reliquias más veneradas del budismo y símbolo de la soberanía de la isla. En la actualidad, por cuestiones de seguridad, el objeto sagrado no abandona el templo rosado de Dalada Maligawa, donde permanece encerrado en sus siete relicarios de oro dispuestos como las muñecas rusas, y lo que se pasea sobre un enorme elefante de imponentes colmillos es una réplica del joyero que lo contiene.

Al caer la noche la luz dorada de miles de antorchas rasga en dos mitades la oscuridad

Al caer la noche, la luz dorada de miles de antorchas de cáscaras de coco rasga en dos mitades la oscuridad compacta que forma una muchedumbre enfervorizada, delimitando un camino para la procesión que en algunos lugares se antoja insuficiente. Caracolas, cuernos, oboes y tambores, cada uno con su sonido peculiar, atruenan un aire que huele a flores, especias, sudor y aceite quemado, anunciando el inicio del desfile. La excitación y la danza imponen un orden confuso. Los bailarines, vestidos uniformemente con faldas y pantalones blancos, sujetos por unas llamativas fajas rojas, saltan al compás de la música. Las caderas se balancean, los hombros se encogen y las cabezas parecen inclinarse bajo el peso de los turbantes o los espectaculares adornos de metal que llevan muchos danzantes. Las montañas que rodean la ciudad y el lago artificial contra el que se recuesta el templo sagrado multiplican por dos el sonido y la magnificencia del espectáculo.

Los elefantes van intercalados entre los bailarines, como extemporáneos pasos de una procesión de Semana Santa en España. Muchos van engalanados con gualdrapas de colores brillantes y dibujos complejos que les cubren la trompa y el lomo, e incluso los hay enjaezados con guirnaldas de pequeñas bombillas que los convierten en seres fantásticos, cuyo paso poderoso va seguido por el inquietante sonido de las cadenas y las campanillas que llevan colgadas del cuello. La máxima ostentación se reserva para el enorme paquidermo que lleva en su lomo el relicario del Diente de Buda y cuyos atavíos se cambian todas las noches. Junto a este elefante camina, a veces lo monta, el Diyawadana Nilame o encargado del templo, cuyos espectaculares ropajes de brocados, muselinas y sedas recuerdan el esplendor del antiguo reino del País de las Montañas. A partir de la sexta noche, la Perahera de Esala alcanza su máxima fastuosidad al incorporar los palanquines dorados con los consortes de las otras cuatro deidades reverenciadas en la procesión (Natha, Vishnú, Skanda y Pattini), acompañados por los correspondientes elefantes que transportan sus emblemas divinos.

La perla de Oriente

Sri Lanka, esta pequeña isla del tamaño aproximado de Castilla La Mancha, cuyo nombre parece enredarse en la boca como el sabor áspero de una taza de té, ha sido desde siempre un destino anhelado y un lugar de visitas aplazadas, acaso por estar separada del resto del mundo por la fantasía de la India. Capaz de arrancar siempre un apelativo, bien sea isla de los placeres, según los musulmanes, enjoyada, según los chinos, de las especias, para los europeos de la época de los descubrimientos, o la perla de oriente, para los protagonistas de las grandes epopeyas viajeras, pocos lugares hay en toda la tierra que cuenten con tanta diversidad de culturas, religiones, gentes y paisajes como éste. Desiertos salinos, llanuras arenosas, altas montañas en cuyas laderas se cultiva el té, bosques plagados de leopardos y elefantes, junglas, selvas, estilizados palmerales que inclinan la cabeza ante la fuerza del monzón o playas vírgenes, donde se alinean como árboles frutales los pescadores subidos en estacas que se adentran en el agua, se superponen en esta isla con vocación de paraíso. Una perfección que, sin embargo, resulta imposible por la presencia ocasional de catástrofes, como la del reciente tsunami, o los enfrentamientos de años entre cingaleses y tamiles.

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