Competencia y productividad, ¿hasta cuándo separadas?
El Libro Blanco para la reforma del sistema de defensa de la competencia ofrece una oportunidad para la discusión, ya que presenta una amplia gama de recomendaciones para mejorar la eficacia de la política de la competencia en España. De todas formas, en el debate iniciado se echa en falta una discusión extensa sobre los objetivos centrales de la política antitrust. ¿Para qué sirve la defensa de la competencia? ¿Cuáles son los objetivos concretos que deben de perseguir las autoridades de defensa de la competencia?
æpermil;sta es una cuestión esencial y su clarificación debe servir para guiar la actuación de las autoridades en estas materias.
Simultáneamente, estamos asistiendo a una interesante discusión sobre los problemas de competitividad de la economía española, y el diagnóstico más extendido pone énfasis en el bajo crecimiento de la productividad de las empresas como un problema que está dificultando la capacidad de competir actual y futura de nuestra economía.
Son las empresas que buscan nuevos caminos las que crean más valor para los consumidores y obtienen mejores resultados
Y surge la pregunta. ¿Existe alguna relación entre la baja productividad de los factores y su modesto crecimiento y una limitada actividad de defensa de la competencia?
Está reconocido que la política de la competencia debe de promoverla e impulsarla en los mercados fundamentales que configuran el entorno económico de nuestro país, sean éstos mercados de productos finales, industriales, bienes intermedios o recursos esenciales. Y ello es así porque los beneficios fundamentales de la competencia se encuentran asociados con el crecimiento de la productividad, que se genera cuando las empresas desarrollan innovaciones.
El beneficio más importante de la competencia no es el que se obtiene mediante la imitación y copia de buenas prácticas y experiencias empresariales, aunque esa difusión sea positiva, sino el que deriva de la innovación que impulsan los más arriesgados. Son las empresas que buscan nuevos caminos y exploran distintos posicionamientos las que crean más valor para los consumidores y obtienen mejores resultados.
La imitación conduce a mejorar la eficiencia estática, se reducen los precios y se incorporan tecnologías y experiencias de gestión valiosas, pero la innovación estimula la eficiencia dinámica de la economía, el potencial de desarrollo de la sociedad, al incrementar la tasa de crecimiento de la productividad.
En la práctica europea y española de defensa de la competencia las prioridades se han centrado en la eficiencia estática. Primer objetivo: había que limitar los márgenes y beneficios pues se consideraba que eran una manifestación del ejercicio del poder de mercado. Una rentabilidad elevada era prueba del abuso y explotación de situaciones de privilegio en un mercado. Segundo objetivo: la eficiencia técnica, la competencia promueve la imitación porque las empresas que no cambian corren el riesgo de no sobrevivir. Por ello, las empresas van incorporando las nuevas ideas que han desarrollado los pioneros, y esta imitación genera una reducción en los costes y una fuerte rivalidad en precios.
La innovación era el tercer objetivo a desarrollar, pero resultaba ambiguo y difícil de implementar. Además, se ha interpretado que la innovación tiene que ver más con el gasto en I+D+i, la transferencia de tecnología de las universidades o los programas de apoyo a la mejora tecnológica, y era responsabilidad de otras autoridades públicas.
A mi juicio, esa escala de prioridades debería alterarse porque el orden está obsoleto. El objetivo central de la política de la competencia debe ser el de estimular la innovación. Los beneficios de la competencia son mucho más amplios para la sociedad que la promoción del interés de los consumidores, basado en precios muy bajos y rentabilidades reducidas. El principal valor de la competencia es que incentiva el cambio, fomenta el posicionamiento diferenciado. El monopolio, por el contrario, es la vida tranquila y sin sobresaltos.
La competencia introduce estímulos para mejorar y diferenciarse mediante la innovación de los productos y la mejora en la gestión del capital tecnológico, organizativo y humano de las organizaciones. De esta forma las empresas crean más valor y esto se traduce en mayores excedentes para los consumidores y mejores márgenes para ellas. La rentabilidad empresarial es positiva cuando se fundamenta en mayores beneficios percibidos por los clientes y en significativas ventajas en tecnología y capacidades de gestión. Los beneficios son una señal valiosa cuando se sostienen mediante la búsqueda de posicionamientos singulares.
Por eso, el criterio para la política de la competencia, en la actualidad muy centrado en el estudio de cuotas e índices de concentración, debería cambiar. Bajo este nuevo enfoque la pregunta relevante es: ¿estas estrategias empresariales fomentan o reducen el crecimiento de la productividad de las empresas? ¿Esta fusión entre empresas va a promover, o no, la innovación?
Las ventajas de utilizar una guía más explícita para la acción y relacionar más claramente a la política de competencia con la innovación serían múltiples. Se ofrece un objetivo positivo a consumidores y empresas, la discusión sería sobre ámbitos para crear más valor y no tanto sobre cómo se reparte éste entre consumidores y empresas. Además la discusión estaría bien alineada con los objetivos más ambiciosos de mejora de la productividad y reforzaría y complementaría otras políticas públicas.
Por todo ello, reconocer los fundamentos económicos de la defensa de la competencia y marcar nuevas direcciones para su implementación requiere de un análisis profundo, pues esta política es esencial para el crecimiento futuro de la productividad de la economía.