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Tribuna
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Hacia el estancamiento

La prolongación en el tiempo de bajos niveles de crecimiento en las economías importantes de la Unión Europea empieza a repercutir, como no podía ser de otra manera, en países como el nuestro, cuya dependencia de tales economías es cada vez más relevante. Si a ello se añade, en nuestro caso, un nuevo Gobierno que durante el último año no ha generado iniciativas para atenuar los impactos negativos procedentes del núcleo central de la UE, se puede decir, sin pretender alarmar, que corremos el serio riesgo de ser tragados por el remolino del estancamiento que se va enseñoreando de la zona de librecambio europea.

Frente a la parálisis predominante, España venía manteniendo, y todavía mantiene, ritmos de crecimiento que doblan la media de la UE, teniendo en cuenta que ésta supera a duras penas el 1%. Los Gobiernos españoles, conscientes del anclaje de España en el seno de la UE, pues no en vano más del 75% de nuestro comercio exterior se desarrolla en ella, han venido procurando una administración rigurosa de los recursos públicos y han procurado crear un ambiente de confianza que permitiera el mantenimiento de niveles aceptables de inversión, acompañados del incremento de la demanda del consumo interior, lo que ha hecho posible el mantenimiento de aquellas tasas de crecimiento.

Ese modelo económico ha producido, no obstante, efectos indeseables, como el del incremento desmesurado de los precios de la vivienda, que se han situado en niveles muy por encima de los que corresponderían a una economía como la nuestra. También ha habido un cierto abandono de las políticas sociales, fundamentalmente en el plano asistencial, que ponen de manifiesto las carencias de España en esa materia, sobre todo si nos comparamos con nuestros socios más desarrollados.

Cuando en las postrimerías del año 2003 y comienzos de 2004 se debatía la necesidad de acometer cambios para corregir esa deriva perniciosa de la economía española, aprovechando la bonanza existente, llegó la cita electoral de marzo de 2004 y se produjo un inesperado cambio de Gobierno. La expectativa de ese cambio era enorme: España estaba anímicamente muy afectada por la tragedia del 11 de marzo y también por la última aventura exterior de Irak. Por eso era urgente aplicar una medicina de suavidad y templanza, para, a continuación, hacer frente a la gobernación del país.

Los primeros pasos del Gobierno fueron en esa dirección y puede decirse, en honor de sus protagonistas, que el ambiente de calma volvió progresivamente a amplias capas de la sociedad, sin perjuicio de reconocer el rescoldo de desconfianza existente en algunos sectores ciudadanos que albergaban dudas acerca de la propia legitimidad del Gobierno y de sus primeras decisiones. Eso, en todo caso, forma parte del pluralismo normal en una sociedad democrática. No es ningún drama, aunque el Gobierno esta obligado a reconocer esa realidad para evitar daños innecesarios.

Una vez lograda la calma ciudadana, tocaba actuar con políticas de interés general para enfrentar problemas económicos y sociales repetidamente comentados. Y ahí surgen las dudas: el Gobierno, quizás consciente de su fragilidad programática y de la complejidad de algunos de sus apoyos parlamentarios, se ha orientado a políticas de satisfacción de minorías respetables y al anuncio de reformas del bloque constitucional, Constitución y estatutos de autonomía, que, de momento, absorben el interés de las elites políticas, pero no son precisamente las mejores recetas para generar confianza.

Es posible que el Gobierno, ante las dificultades para poner en marcha actuaciones en materia de vivienda, sanidad, asistencia social y educación, por citar sectores paradigmáticos, se haya confiado en las inercias, desistiendo de adoptar iniciativas que tendría que negociar con demasiados interlocutores tanto en el Parlamento como en las comunidades autónomas. El propio anuncio de retrasar la reforma fiscal para el final de la legislatura es buena muestra de ello.

La prudencia para algunos y la debilidad para otros de las actuaciones del Gobierno devienen en incertidumbre. La parálisis se asoma tibiamente en la economía nacional con amenaza cierta a nuestro crecimiento, sobre todo cuando podemos esperar muy poco estímulo de nuestros socios, aquejados de grave enfermedad y con líderes en entredicho -Schröder y Chirac-, preocupados con su propia supervivencia. Se impone la reacción, sacando fuerzas de flaqueza, porque la inercia no dará tregua más allá de los primeros meses de 2006.

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