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Columna
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El rapto de Europa

Ha transcurrido una semana desde que fuimos llamados a las urnas para refrendar el proyecto de euroconstitución. Una semana de sesudos análisis, y de valoraciones encontradas, sobre el peso del sí, del no, y de la abstención, activa o pasiva. Cada partido arrima el ascua a su sardina y, en un derroche de capacidad analítica, es capaz de sostener que el triunfo del sí le corresponde en exclusiva, que la creciente abstención es imputable al prójimo, que la abstención equivale al no, que algunos votaron sí pero querían el no, o, sencillamente, que el no es el gran triunfador. En definitiva, asistimos a una recreación del mito del rapto de Europa en versión partidista postmoderna. Nada nuevo bajo el sol, sólo que un sí es un no, y todo lo contrario.

Pero hay dos datos incontestables. El primero -no por esperado menos grave-, que hubo una baja participación, inferior incluso a la de las pasadas elecciones al Parlamento europeo. Poco más del 40% de participación no es la medida del éxito o del fracaso de la consulta popular, es la constatación de que un 60 % del cuerpo electoral se siente ajena a la construcción europea. Que el fenómeno no sea privativo de España no quita hierro al asunto, sino todo lo contrario.

Otra cosa es la etiología de ese pasotismo civil: déficit democrático, lejanía geográfica, o eurocracia jugando el papel de Zeus en el rapto de Europa. El tiempo lo dirá, pero desde luego, la abstención no se contabiliza en el activo del no al Tratado, como algunos se apresuraron a proclamar en la noche electoral.

España comulga con un acendrado europeísmo que, por razones históricas, se identifica con la modernidad

Quizás no sea ajeno el hecho de que no estamos ante una auténtica Constitución, sino ante un precipitado normativo en el que se han diluido la suma de las voluntades nacionales de los Estados miembros.

Una Constitución es, por definición, el producto de la voluntad soberana de un solo sujeto de autodeterminación que se expresa a través de un proceso constituyente ad hoc. La euroconstitución es, jurídicamente, un Tratado; políticamente es una Constitución. O si se prefiere, una norma institucional con cuerpo de Tratado y alma constitucional. Pero una unión política embrionaria, y la propia naturaleza supranacional de la UE, no permitían hacer otra cosa.

El segundo dato es que ganó el sí de una forma clara y contundente. Este país comulga con un acendrado europeísmo. No es un europeísmo atávico para solazarse en la ingravidez de las ideas, de soflama fácil y verbo snob. Es un europeísmo sustancial, con contenidos propios, que, por razones históricas, se identifica con la modernidad. Y no sólo con la modernidad política sino también económica. Es una cuestión de definitivo anclaje cultural, de definitivo encaje en el Viejo Continente, de decir adiós para siempre a la España de Bienvenido Mr. Marshall, no por su antiamericanismo ramplón -e inconsciente-, sino por su grosera carga de país atrasado y tercermundista.

Toda nación, en el sentido orteguiano del término, necesita un proyecto, una vocación histórica, y Europa nos lo sirve en bandeja. Por eso Ortega, con la lucidez del adelantado a su época, decía que Europa es la solución al problema de España, y la generación del '98, cuando España se quedó sin proyecto, defendía que había que europeizar España. Es curioso que en Cataluña y el País Vasco, con fuerte implantación del nacionalismo centrífugo, los votos negativos al Tratado estén por encima de la media nacional.

El nacionalismo, de cualquier naturaleza, centrífugo o centrípeto, casa mal con la UE, palidece ante la empresa europea, le genera anticuerpos que luego se reflejan en las urnas. Y no lo digo porque el Tratado nos vacuna contra aventuras secesionistas -el PNV al fin y al cabo defendía el voto afirmativo-, sino por una cuestión de concepción y naturaleza de la UE, cuyo trasunto ha sido, pese a la innegable vocación europeísta de Cataluña, los titubeos de CiU ante el plebiscito, o el no del nacionalismo radical de ERC.

Europa es para España una cuestión de Estado. El concurso de los dos grandes partidos constituye la masa crítica de una vocación histórica que debe crecer, concitar adhesiones, e incorporar a la mayoría de esa abstención pasiva que hoy no se siente concernida. La fórmula probablemente consista en hacer pedagogía política.

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