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Columna
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La empresa, en el punto de mira

Desde el fin de la II Guerra Mundial el Estado del Bienestar creció con rapidez pero sin lograr muchas de las expectativas que había generado. Los países desarrollados son más ricos, el presupuesto público absorbe una parte elevada del PIB y aporta bienes y servicios en cuantía creciente. Sin embargo, los servicios educativo, asistencial, sanitario y otros no están a la altura de lo esperado, ni buena parte de la ciudadanía está satisfecha. A pesar de este descontento (compatible con reconocimientos parciales de aportaciones obvias), se exigen más prestaciones y aparecen grupos que piden solución directa a sus carencias. Como quiera que los recursos disponibles por vía tributaria no se pueden elevar indefinidamente, se postula que sean las empresas las que se hagan cargo, directamente, de la solución de algunos problemas.

La apelación a las empresas se apoya en varias fuentes. Algunos consideran que su eficiencia probada en la realización de las actividades que les son típicas puede trasladarse a otros ámbitos, de manera que se logre un uso de los recursos mejor que el del sector público. Otros, críticos del mercado y enemigos del beneficio, a la vista de la quiebra irreversible de las economías planificadas, creen poder intervenir en la gestión empresarial y, especialmente, en la asignación del beneficio obtenido. Tras algunos escándalos empresariales, especialmente en EE UU, ha sido fácil exigir un comportamiento ético y responsable, con transparencia informativa, cambios en los órganos de gobierno con entrada de consejeros independientes que representan intereses adicionales a los de accionistas y trabajadores, financiación de actividades de interés comunitario y otras formas de solventar problemas concretos.

La nueva orientación se plasma en normas y en recomendaciones voluntarias, pero con un nivel de exigencia que apunta a su rápida conversión en normativa obligatoria. Esos cambios incrementan el coste de gestión y reducen el excedente disponible para reinversión, para financiar I+D o para retribuir el empleo y el capital. En una economía abierta y cada vez más competitiva la financiación de actividades no productivas tiene un coste de oportunidad (esto es, lo que se deja de hacer) elevado que reduce la eficiencia y competitividad.

La ética es cuestión de los individuos, no de empresas, Gobiernos, sindicatos o países

Sorprende que en todas las propuestas el componente de coste se omite o se le quita relevancia, sin tratar las implicaciones de cuanto se deja de hacer. Para compensar esa omisión se alegan algunas ventajas que se esperan encontrar en la contribución de la nueva imagen generada al aumento de ventas, incluso aunque el precio sea algo más elevado. Así, se llega a exigir que en la licitación pública se priorice a empresas con algunas de las características buscadas, aunque eleve el coste y reduzca la eficiencia.

Las personas tendemos a sobreestimar las aportaciones de las Administraciones y a subestimar el coste que representan, esto es, tenemos ilusión fiscal. También tenemos ilusión monetaria y, en general, infravaloramos los costes en que incurren otros y confiamos en exceso en lo que puede conseguirse con un cambio de normas. Por eso se pide que las propuestas de la Comisión Europea sobre actuaciones voluntarias en el ámbito de la responsabilidad social corporativa sean obligatorias, al margen de que en su mayor parte ya están incluidas en la regulación vigente. Más aún, se pide que se certifique el comportamiento 'responsable' y ético de la empresa, lo que indica que ahora no es responsable y se desconfía a priori de que pueda serlo.

Hay casos en que la dirección de empresas ha realizado actividades incorrectas y los implicados han caído bajo el imperio de la ley, pero eso no obliga a todos a certificar lo contrario, de igual manera que la presencia de miles de personas en la cárcel no obliga a nadie a certificar que no ha estado en ella. En realidad la primera reacción ante quien proclama su bondad o cualquier otro mérito es de desconfianza, actitud que generará quien ostente un certificado de corrección. El comportamiento ético tiene su propia recompensa, en satisfacción personal y en mejora de relaciones con otros de dentro y fuera de la empresa, traduciéndose en confianza y rentabilidad sin necesidad de certificados.

La política económica (J. Timbergen dixit) postula un instrumento para cada objetivo, de manera que perseguir eficiencia y solución de otras cosas con una sola medida es incompatible. El buen sentido insta a no atribuir rasgos personales a colectivos. La ética es cuestión de los individuos, no de empresas, ni de sindicatos, Gobiernos o países, y la responsabilidad de ayudar a otros es de las personas físicas. La eficiencia sugiere que cada cual se ocupe de lo que conoce, las empresas de producir en su ámbito y generar recursos para que inversores, trabajadores y Administraciones los apliquen según sus prioridades.

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