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Columna
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Reforma laboral

Carlos Sebastián

En los últimos 15 años ha habido varias reformas de la regulación laboral, pero existe una opinión bastante extendida de que han tenido un efecto limitado sobre el funcionamiento del mercado de trabajo y de la economía en su conjunto. Los problemas más importantes del sistema de empleo son: el mantenimiento de una tasa de paro alta (con un porcentaje elevado del paro de larga duración), el enorme peso de la temporalidad y el muy escaso avance de la productividad.

Un cambio de la regulación laboral contribuiría a mejorar los tres tipos de problemas. Políticamente la cuestión no es fácil. La discusión académica y en medios profesionales de estas cuestiones, que ha llevado a aproximar posturas, está completamente aislada del debate público. Y la pobreza del debate público general no propicia un acercamiento en un tema que levanta tantas pasiones. Pero algunos no nos resistimos a seguir insistiendo de vez en cuando.

Es conveniente reformar el sistema de negociación colectiva. Esta es la reforma más sencilla. Sólo necesitaría la eliminación de la cláusula por la que las empresas no pueden descolgarse de los convenios acordados en el ámbito sectorial (el más ineficiente de los niveles de negociación). La dificultad estriba en que las cúpulas de sindicatos y patronales tienen pocos incentivos (como grupos de poder) de acordar algo así.

También conviene reformar el sistema de protección al empleado y al parado. Reduciendo y realineando el primero e intensificando y cambiando radicalmente su gestión el segundo. El profesor Blanchard sugería recientemente que la empresa que despide debería pagar al sistema público de protección en lugar de al despedido. Esta propuesta permitiría modular el pago de las empresas que despiden de forma independiente a las percepciones del despedido. Se podría obligar a pagar 45 días de salario por los despedidos en el primer año, estuviera el despedido en régimen de contratación indefinida o temporal, con lo que pasaría a ser menos atractivo el contrato temporal. Y en cambio, por los años subsiguientes, el pago que tuviera que hacer por un despedido fuera más pequeño por cada año trabajado (¿un mes?), con un límite. El despedido no recibiría la indemnización por el despido, pero sí el 100% de su salario (pagado por el sistema público, al que contribuirían los empresarios y el Estado) por un periodo determinado en función del tiempo que llevara ocupado, con un máximo (¿seis meses?).

La eliminación de la indemnización directa al despedido tendría muchas resistencias. Pero si la tasa de sustitución de la prestación se sitúa en el 100% en los primeros meses y se prolonga después por un periodo largo, no hay razón para que el despedido reciba además una indemnización (la empresa que le despide paga al sistema público de protección). El deseo de algunos pocos parados de contar con un pequeño capital para convertirse en trabajador por cuenta propia podría ser atendido con un sistema de microcréditos. En cualquier caso, si pareciera excesivo eliminar el pago directo al despedido, sería igualmente defendible mantener una estructura de indemnización con un coste alto por el primer año trabajado y menor para los siguientes.

En cuanto a la prestación por desempleo, llegado un punto, la prestación bajaría del 100%, pero se prolongaría por un periodo largo, mayor que el actual, aunque sometido a la condición de que el parado no rechazara ofertas de trabajo intermediadas por los gestores del sistema público y aceptara actividades de formación. Este sistema (generoso pero con penalización, si se quiere), que tan buenos resultados ha generado en algunos países europeos, sólo sería viable si se produjera una reforma a fondo del organismo encargado de la gestión del sistema (el Inem). Esta reforma, que convertiría a los funcionarios del Inem en especialistas activos del mercado laboral, parece, en cualquier caso, una condición necesaria para mejorar el funcionamiento del mercado de trabajo.

Altos costes de despido y acuerdos colectivos a nivel de sector es una mala combinación para el avance de la productividad. Un sistema pasivo de cobertura del desempleo alarga la duración del paro y descapitaliza a una parte de la población activa. Es conveniente reducir los costes de despido y quitar peso a los convenios sectoriales. También hacer una gestión activa y más eficiente del sistema de prestación por desempleo. Ello permitiría hacerlo más generoso, sin agravar los efectos negativos que tiene un sistema pasivo.

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