Buen gobierno en perspectiva
El autor se suma al Debate Abierto en Cinco Días sobre el buen gobierno de las empresas. Aunque las normas sobre Responsabilidad Social Corporativa han sido, a su juicio, muy beneficiosas en España, invita a repensar el marco de actuación los consejeros independientes
Se puede afirmar rotundamente que las reglas que componen el llamado buen gobierno corporativo -y las prácticas de ellas derivadas- han sido muy beneficiosas para los mercados de valores españoles. Gracias a ellas han ganado en transparencia, mejorando así, sensiblemente, sus cotas de eficiencia.
No han sido pues las prácticas de buen gobierno una mera pantalla tras la que las empresas españolas hayan escondido sus tradicionales opacidades. Todo lo contrario. Al haberse convertido el buen gobierno corporativo en un elemento estructural de los mercados, las empresas cotizadas no han tenido más alternativa que adoptar sus prácticas. Unas rápidamente y de buen grado, y otras de forma más lenta y a rastras de los acontecimientos, pero todas conscientes de que el coste de implementación de las medidas de buen gobierno será siempre menor que las penalizaciones del mercado y el disgusto de los reguladores.
Me pregunto si existe en España un número suficiente de personas que puedan cubrir los puestos de consejeros indepen-dientes en las sociedades cotizadas
Por otra parte el proceso de globalización implica un recurso cada vez mayor de nuestras empresas a los mercados de valores extranjeros (esencialmente Londres y Nueva York), en los que las exigencias de buen gobierno son muy estrictas. Por ello el aprendizaje que supone para nuestras compañías su adaptación a las normas de buen gobierno resulta para ellas de indudable utilidad.
Por consiguiente, la implantación en España de las prácticas de buen gobierno sólo puede recibir parabienes de un abogado especializado en el derecho de la empresa.
Todo empezó con el llamado Código Olivencia elaborado en 1998 por una comisión homónima designada por Juan Fernández-Armesto, entonces presidente de la CNMV, que impulsó así -con encomiable acierto- la adecuación de nuestros mercados de valores a las reglas de buen gobierno corporativo que ya regían desde hacía varios años los mercados anglosajones.
Los expertos presididos por el maestro Olivencia hicieron un excelente trabajo. Algunos dijeron entonces que sus recomendaciones eran tímidas y añoraron, como casi siempre en nuestro país, la existencia de 'normas duras' cuyo cumplimiento viniese sancionado por la ley. Sin embargo, olvidaron quizás los críticos que el Código Olivencia fue la primera experiencia española en algo tan poco nuestro como la autorregulación de los mercados.
Visto hoy, aquél fue un buen principio. Desde entonces, nuestros mercados han ganado en transparencia informativa. Es un hecho que hoy, gracias al Código Olivencia, al Código Aldama y a las normas dictadas en apoyo de sus principios, la información que reciben los inversores tiene una veracidad y calidad muy superiores a las de hace 10 años.
Además, se ha configurado el consejo de administración como órgano de supervisión; se ha especializado su funcionamiento supervisor mediante la creación de comisiones; se han tipificado las infracciones en materia de conflicto de intereses de los consejeros, y se ha posibilitado un más eficaz funcionamiento del mercado de control de las sociedades suprimiendo blindajes y rechazando aquellos pactos parasociales que van contra el interés de los accionistas minoritarios.
Es una realidad que el conjunto de normas y recomendaciones que forman nuestro cuerpo de corporate governance se compensa bien con las previstas en el Informe Winter de la Unión Europea.
Hay, no obstante, un punto sobre el que conviene reflexionar: los consejeros independientes. Tienen éstos, a mi juicio, dos funciones fundamentales que requieren una absoluta independencia de criterio. Por una parte, la fijación de las retribuciones de los directivos y, por otra, el control del comportamiento de éstos en materia de conflicto de intereses. Más importante para mí la segunda que la primera ya que las remuneraciones tenderán gradualmente hacia los estándares del mercado. Ambas funciones justifican la presencia de independientes en los consejos de administración. Pero, teniendo en cuenta el tamaño de nuestra economía (tan inferior a la de países como EE UU, Reino Unido o Alemania), ¿existirá en nuestro país un número de personas que puedan cubrir los puestos de independientes en las sociedades cotizadas?
Si pensamos en, aproximadamente, 300 sociedades cotizadas en España, ¿habrá 1.200 personas con la suficiente experiencia empresarial, formación técnica-económica e independencia a toda prueba?
Es bien dudoso...
Por otra parte, hay que tener mucho cuidado con colocar sistemáticamente como independientes a personas que no lo sean. Con ello, lo que haremos será desnaturalizar el propio sistema institucionalizando la corruptela.
Será, pues, conveniente repensar el asunto de los consejeros independientes reduciendo, quizás, su peso relativo en los consejos y explicitando más sus funciones específicas.