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Tribuna
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Ucrania y la UE: el fantasma de la balcanización

Las discrepancias sobre los resultados electorales en Ucrania han pasado de ser un asunto doméstico de aquel país a convertirse en un problema europeo, como lo demuestran las intervenciones de la Unión Europea y de Rusia cerca de los contendientes en la batalla electoral.

Y es precisamente esto último lo que debe ser visto con cierta aprensión por los ciudadanos de la Unión Europea, dadas las circunstancias concretas de ese país del Este de Europa y las consecuencias de intervenciones análogas hace años en la ya desaparecida Yugoslavia.

Ucrania se constituyó como Estado o, mejor dicho, como reino unificado allá por el siglo IX, habiendo sobrevivido como independiente hasta el siglo XVII por las actuaciones de Polonia, tutelada por la Rusia zarista, y el Imperio Austrohúngaro, que eran las dos potencias dominantes en el este europeo. Más tarde, en el siglo XX, después de la Revolución Soviética, se convirtió en república de la URSS hasta la desaparición de ésta durante los años noventa, no sin mantener lazos especiales con Rusia, que continúa como referencia importante de la región.

Ucrania, por población y por extensión territorial, cerca de 50 millones de habitantes y más de 600.000 kilómetros cuadrados, y por sus importantes producciones agrícolas, es el granero del Este de Europa, así como por su riqueza minera juega un papel capital en el equilibrio europeo, que se basa en el entendimiento entre los nuevos bloques surgidos tras la desaparición de la Unión Soviética: la Unión Europea y Rusia.

Por ello hay que ser especialmente cuidadosos y evitar cualquier atisbo de confrontación, que puede surgir al partir de la premisa falsa de que la desaparición de la URSS ha convertido la Europa que va desde la frontera polaca hasta los Urales en un territorio sin dueño, una especie de res nullius, a efectos de la política internacional.

Rusia ha sido durante la mayor parte del siglo XX la potencia dominante de todo el Este europeo, incluyendo en su dominio no sólo los territorios tradicionales de la época zarista, sino también parte de las repúblicas surgidas de la desaparición del Imperio Austrohúngaro que se integraron en el bloque soviético después de la Segunda Guerra Mundial: Polonia, Hungría, Checoslovaquia… Parte de estas últimas ya han pasado a formar parte de la Unión Europea y algunas otras están en la lista de espera para su adhesión, a pesar de las reticencias iniciales de Rusia; pero no parece que la lista se pueda engrosar con territorios que, se quiera o no, forman parte del núcleo tradicional del hinterland ruso. Desde luego es muy difícil que ello pueda producirse en contra de Rusia.

Los europeos deberíamos recordar lo que supuso para el Continente la intervención en la política interna de la antigua Yugoslavia, alentando la secesión de Croacia y Eslovenia, que desembocó en una guerra atroz en los Balcanes, que la propia Unión Europea se vio impotente para detener, si no hubiera sido por la ayuda in extremis de los Estados Unidos de América.

Quiere ello decir que las actuaciones de la Unión Europea en el caso de Ucrania deberían concentrarse con Rusia y no convertirse en una toma de partido por una de las facciones en liza, so pena de transformar las disputas electorales de aquella república ex soviética en un conflicto internacional, que dañará los equilibrios, todavía inestables, del continente y que, desde luego, no podría controlarse desde una Unión Europea con escaso liderazgo diplomático y limitada potencia militar.

La dura lección de las recientes guerras de los Balcanes habría de servir para poner algo de racionalidad en iniciativas que no deben perder de vista las realidades nacionales, territoriales e históricas de los países del continente.

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