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Columna
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La cuestión autonómica

Hay dos instantáneas de este primer año de legislatura que pasarán a la posteridad: una, la firma del Tratado Constitucional de la UE, otra la Conferencia de Presidentes de las Comunidades Autónomas. Una representa la modernidad, proyección europea de España. Otra refleja un viejo problema, la sempiterna cuestión de la vertebración territorial del país. Un clásico que envenenó nuestro constitucionalismo histórico, la rancia cuestión regional, y que, parece, se resolvió en términos razonables, con un calculado equilibrio de poder, con la Constitución de 1978.

Sin embargo, para los partidos nacionalistas, el problema sigue latente, su encaje en España por resolver, y el Estado autonómico insatisfactorio para sus colmar sus aspiraciones. Es cierto que el nacionalismo tiene su propia personalidad, su privativa y peculiar idiosincrasia. El nacionalismo vasco es rupturista, el nacionalismo catalán es reformista. El uno produce una apuesta soberanista que no cabe en la Constitución, y el otro tensa al máximo la elasticidad constitucional para, vía reforma estatutaria, vaciar de competencias al Estado. Es el debate de la reivindicación que acaba engullendo el debate de la eficacia en la gestión pública.

Recientemente, el Comité de Política Económica del Círculo de Empresarios de Madrid presentaba un documento en el que hacía un balance económico del Estado autonómico. El documento hace una valoración globalmente positiva, afirma que las ventajas del modelo han superado ampliamente los inconvenientes, y plantea, acertadamente, aprovechar la reforma de los Estatutos en un triple sentido.

La fragmentación autonómica de las competencias urbanísticas acaba siendo un lastre

En primer lugar, para obviar la ruptura de la unidad de mercado que acaba generando mayores costes y menos eficiencia empresarial. Y no le falta razón, porque la fragmentación autonómica de la competencia urbanística, o de promoción de vivienda pública, acaba siendo un lastre no sólo para el operador del sector, sino para el propio consumidor que absorbe la factura de los costes empresariales. Y lo mismo podríamos decir de la disciplina legal de la libre competencia, con la aparición de organismos reguladores de ámbito autonómico que, con el tiempo, producirán criterios divergentes en esta materia.

En segundo lugar, hay que acotar la creciente deuda autonómica alimentada por el exceso de intervencionismo administrativo, que repercute negativamente en el crecimiento y el empleo. Si aceptamos las virtudes de la estabilidad macroeconómica, habrá que evitar que el endeudamiento público se desborde por el frente autonómico. El mantenimiento de las cotas de corresponsabilidad fiscal alcanzadas, en cuanto contribuyen a la autonomía y suficiencia financiera, e introducen un elemento de responsabilidad en las políticas de gasto, van en la dirección que defiende el Círculo de Empresarios, aunque el documento parece querer ir más allá.

Tercero, el documento denuncia el clima de inseguridad jurídica que suscita cuestionar permanentemente el modelo autonómico al socaire de nuevas reivindicaciones competenciales.

El Estado autonómico ha garantizado un nivel notable de autogobierno, de descentralización del gasto público, y ha permitido desarrollar la personalidad diferenciada de las llamadas comunidades históricas. Pero el debate económico, que es el debate de la eficiencia en la asignación de los recursos públicos, ha quedado relegado a un plano muy secundario. El documento del Círculo es un toque de atención sobre las consecuencias de un modelo territorial al que siempre ha sido ajeno el debate económico.

Cualquier iniciativa de reforma estatutaria me parece legítima si respeta el marco constitucional y cuenta con el suficiente grado de consenso para erigirse en el Estatuto de una comunidad autónoma, y no de uno o varios partidos. Ahora bien, la unidad de mercado, la existencia de las mismas reglas de juego en la gestión de bienes económicos, la inexistencia de barreras fiscales, la homogeneidad de un marco normativo mercantil, son presupuestos para que exista un mercado integrado de bienes y servicios.

No tiene ningún sentido que, alcanzada la integración económica europea, por arriba, la perdamos, por abajo, a nivel infraestatal. Como tampoco que la política de contención del gasto público que impone la UE pinche a nivel autonómico.

La conclusión del Círculo no podía ser más certera: urge un Pacto de Estado entre los dos grandes partidos, al margen de la contingencia política cotidiana, de los intereses partidistas, de las coyunturas puntuales. La estabilidad política siempre es garantía de estabilidad económica.

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