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CincoSentidos

El trípode del vino: suelo, uvas y clima

Enólogos, bodegueros y especialistas del mundo coinciden en que para hacer un buen vino es necesaria la mejor materia prima, y a conseguirla se han encaminado en los últimos años los mayores esfuerzos técnicos y científicos. Es cierto que también se ha avanzado mucho en la elaboración y crianza, pero la madre del cordero sigue siendo la uva. Y en la uva influyen muchas cosas, que se pueden concretar en tres: suelos, clima y variedad.

La vid es una planta dura y resistente que se acomoda a las condiciones más adversas, aunque necesita unas condiciones mínimas. Los grandes viñedos del mundo están junto a masas de agua (Mediterráneo, Pacífico o Atlántico) o en las riberas de los ríos (Rin, Danubio, Ebro, Duero...), y mejor en colinas, porque son tierras más aireadas. También la composición del suelo es fundamental: los arcillosos proporcionan al vino su estructura, los arenosos le dan finura y aroma, los pedregosos los producen más completos y de larga vida, mientras que la caliza los hace potentes y vigorosos. En España predominan los suelos arcillosos, porque la arcilla se adapta al clima seco, retiene el agua y proporciona humedad a la planta. Y aunque puede parecer contradictorio, las tierras pobres en materia orgánica son las mejores para la vid, y en ellas se dan vinos de más calidad.

El clima es otro factor fundamental. La viña necesita sol y calor, ya que la temperatura influye directamente en el proceso de maduración de la uva. En las zonas más calurosas la maduración es más rápida -como en la meseta-, concentrándose los azúcares. Sin embargo el frío produce el efecto contrario: retrasa la maduración y el fruto muestra más acidez, en detrimento de los azúcares que se transformarán en alcohol. Es lo típico del clima atlántico gallego, y más aún de zonas del centro y norte de Europa, que chaptalizan los vinos (añaden azúcar de remolacha).

En el Mediterráneo (todo Levante y comarcas limítrofes de La Mancha) el calor se atenúa, y en regiones como Rioja, el clima está a caballo entre el atlántico y el mediterráneo, unas condiciones muy equilibradas para las grandes elaboraciones. Del mismo modo importan el grado de insolación -que dan sabor y aromas a la piel de las uvas, y éstas al mosto- y la lluvia. Lo ideal: la pluviosidad media, porque si llueve mucho las uvas se hacen grandes para almacenar el agua, volviéndose insípidas. Curiosamente, el contraste climático favorece la calidad, como pasa en la Ribera del Duero, donde las altas temperaturas diurnas proporcionan grado alcohólico, mientras que las nocturnas, mucho más bajas, mantienen la acidez.

Todo esto, que en principio resulta muy complicado, lo resuelve la naturaleza por sí misma, al existir variedades de uvas, perfectamente adaptadas a los climas y suelos.

Principales variedades españolas

Hay más de 5.000 pero sólo unas docenas son capaces de producir vinos de calidad, y todas son europeas. Los grandes vinos españoles se hacen con uvas autóctonas, pero cada vez se utilizan más cepas foráneas. En blancas, las más cultivada es la airén, sobre todo en La Mancha, que da vinos agradables pero poco elegantes. En Galicia la reina es la albariño, tremendamente aromática, y otra autóctona gallega, la godello, se ha recuperado en Valdeorras y el Bierzo. La macabeo o viura forma parte de la trilogía del cava -junto con la xarel.lo y la parellada-, y se da asimismo en Madrid y La Mancha, en Navarra y Aragón. En Rioja se emplea en blancos ligeros que se meten en barrica. La palomino es la responsable de finos y manzanillas. Con pedro ximénez secada al sol se hacen dulces concentrados y golosos, y la verdejo es la gran uva castellana, casi exclusiva en Rueda, que produce magníficos blancos con o sin madera. De las foráneas la estrella es la chardonnay, la blanca más internacional. Ya en uvas tintas, la tempranillo es la gran variedad española y la cariñena aragonesa aporta color y tanicidad.

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