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Tribuna
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Los astilleros, la Unión Europea y el interés nacional

Las postrimerías de estos meses de verano están salpicadas de noticias que confirman la existencia de problemas en la UE, derivados bien de la rigidez de algunas de sus regulaciones bien de circunstancias ajenas que, merced a la globalización, añaden complicaciones a las ya existentes. En ese supuesto nos encontramos en España con el problema de los astilleros que, como el Guadiana, reaparece cada cierto tiempo, con toda su secuela de consideraciones sociales, políticas, de orden público… que traducen una cierta impotencia de los poderes públicos nacionales ante la casi mitificación de las decisiones provenientes de Bruselas. Otros Gobiernos europeos, en cambio, parece que han transformado esa impotencia en virtud, para preservar su interés nacional, como ha sido el caso de Francia y Alemania con el traído y llevado Plan de Estabilidad y Crecimiento.

En sus más de 40 años de existencia, la cooperación económica de Europa, iniciada como Mercado Común que ha devenido en la Unión Europea actual, ha ido formando una arquitectura legal pensada fundamentalmente para un Mercado Común o zona de librecambio entre países con economías homogéneas, como era el caso de los primeros firmantes del Tratado de Roma en 1957. Pero la sucesiva agregación al núcleo inicial de países diversos con desiguales grados de desarrollo político y económico requería determinados cambios conceptuales que, en mi opinión, no se han producido y que ahora están en el origen de los problemas que nos aquejan.

El espacio económico de la UE se ha basado, entre otras cosas, en la creencia de que una política selectiva de subvenciones haría posible el crecimiento económico de los países y regiones más necesitados, para convertirlos en clientes naturales de los más desarrollados, conformando un todo armónico que se presumía inmune a posibles amenazas de competencia o inestabilidad financiera provenientes del resto de la economía mundial. Era el espíritu de Pangloss trasladado a los finales del siglo XX.

Es posible que sin el hundimiento del comunismo, con la caída del muro de Berlín en 1989, y la llegada del mensaje de la globalización, apadrinada por el capitalismo financiero anglosajón, se hubiera podido mantener más tiempo aquel modelo apacible de cooperación económica europea. Pero los fenómenos citados han trastocado gravemente el escenario, aunque lo llamativo del caso es que los protagonistas de la obra no parecen haber calibrado el alcance de esos cambios.

La caída del muro de Berlín y la unificación alemana han supuesto un coste económico de tal envergadura que la economía alemana se encuentra en unos niveles de postración inimaginables hace 20 años: el país no crece, el paro sí lo hace y el bienestar social asentado a lo largo de décadas se encuentra amenazado. Ni los últimos ciclos de bonanza económica han conseguido mover la máquina alemana, con lo que ello supone para el resto de la Unión. La decepción y el descontento se adueñan de la sociedad alemana, amenazando con romper la cohesión política y social de un país que, a pesar de todo, es la primera potencia económica de Europa.

La globalización impuesta a lo largo de los años recientes ha introducido en la socializada Europa un discurso descarnadamente liberal, en virtud del cual se sacraliza el mercado, se aborrece todo lo público y se califican como perturbadoras para la economía las políticas sociales construidas durante el siglo XX. Este discurso, cuya enunciación puede parecer simplista, ha sido abrazado con entusiasmo digno de mejor causa por los dirigentes europeos sin distinción ideológica alguna.

Como consecuencia de lo anterior, los Estados nacionales han quedado desguarnecidos para enfrentar situaciones de crisis y la propia Unión Europea, cuya dimensión en términos económicos y de población es equiparable a la gran superpotencia norteamericana, ofrece a diario la otra mejilla a los ataques de la globalización sin adoptar medidas protectoras, por temor a caer en la heterodoxia. Algo que no sucede con los Estados Unidos de Norteamérica que para defender sus intereses nacionales utilizan las barreras arancelarias y el valor de su moneda del modo y manera que creen conveniente.

Aquellos Gobiernos de la Unión que tienen importantes problemas domésticos, causados en parte por los fenómenos citados, deberían esforzarse en cambiar o flexibilizar las normas o directrices de Bruselas en vez de seguir devotamente las mismas. Francia y Alemania ya lo han hecho con el Plan de Estabilidad. En cuanto a España el margen de maniobra es más escaso, porque es verdad que somos una potencia menor y además receptora neta de ayudas comunitarias; pero, dada la permanencia de problemas en el seno de las grandes potencias comunitarias, no debería descartarse vender más caro nuestro apoyo a las medidas que les beneficien como el cambio del Plan de Estabilidad, sin perjuicio de forzar una reflexión común acerca de la defensa del hinterland comunitario en el seno de la globalización.

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