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Columna
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Ayuda al desarrollo

Carlos Sebastián

La escandalosa pobreza de muchos países y el estancamiento en el que se encuentran sus economías mantienen constantemente abierto el debate sobre el contenido y la intensidad de la ayuda al desarrollo.

En los países subdesarrollados las élites locales controlan la economía por diversos mecanismos, frustrando el desarrollo de nuevos empresarios y de actividades que contribuyan al despegue del sistema productivo. Los Gobiernos de esos países, incluso los que han sido elegidos, tienen una escasa práctica de asunción de responsabilidades, manteniéndose en el poder mediante el recurso al clientelismo político y a la distribución de bienes privados a favor de determinados grupos, en lugar de la provisión de bienes públicos para la mayoría de la población.

Esta realidad institucional, que es la principal causa del atraso de esos países, tiene que ser tenida en cuenta a la hora de diseñar programas de ayuda al desarrollo. Porque la escasez de medios financieros para la inversión productiva no es el obstáculo principal para el despegue de sus economías. La evidencia -y la teoría- nos dice que la relación entre la cuota de inversión y la tasa de crecimiento de la renta per cápita es muy débil. Y la experiencia de casi 40 años de ayuda al desarrollo sugiere que ésta no ha servido para aumentar la cuota de inversión de los países receptores.

Europa está en condiciones de capitanear un cambio radical en la política de apoyo a los países más pobres

El éxito de la ayuda exterior para un proyecto de infraestructura productiva se encuentra con, al menos, dos tipos de trabas. En primer lugar, una información insuficiente para determinar si el proyecto es relevante para aumentar la eficiencia de la economía o, por el contrario, es una acción más de clientelismo político decidido por el Gobierno local. Y en segundo lugar, el control de la gestión del proyecto, sometido frecuentemente a desvíos y a otras prácticas de corrupción. El país donante no tiene medios para superar ninguna de las dos trabas, por lo que para que éste tipo de políticas tenga sentido es necesaria la intervención de agencias internacionales que informen sobre las prácticas de los Gobiernos locales, hagan una adecuada selección de los proyectos y un control de su ejecución y, finalmente, proporcione a los donantes una auditoria ex-post de lo realizado.

Probablemente, no es una buena idea que haya una única agencia, para evitar connivencia de sus empleados con los Gobiernos de los países receptores. Sería mejor cierta competencia entre un número de agencias, de forma que los donantes pudieran elegir la que presente un mejor récord de eficiencia de los proyectos en los que interviene.

Las agencias internacionales expertas deberían de realizar un seguimiento detallado de la realidad institucional de los países que, además de dirigir la acción asistencial, podría ser de utilidad a los grupos potencialmente más dinámicos dentro de cada país.

Pero la ayuda al desarrollo no debe limitarse a la financiación de proyectos de inversión. Muchos de esos países padecen muy serios problemas de salud y necesitan ayuda para afrontarlos. Botswana, un país que ha hecho sus deberes institucionales -y como consecuencia de ello ha registrado tasas elevadas de crecimiento- tiene una altísima incidencia de sida. No existe, por otra parte, suficiente investigación sobre enfermedades tropicales. El profesor Xavier Sala i Martín ha hecho una propuesta interesante sobre esta última cuestión: la formación de un fondo internacional que anuncie a los laboratorios farmacéuticos la existencia de una capacidad de compra para vacunas y remedios de las enfermedades tropicales. Esto incentivaría la dedicación de recursos a la investigación sobre estos tipos de enfermedades.

Por otra parte, otra prioridad sería llegar a un acuerdo con las farmacéuticas propietarias de patentes, sobre el acceso de los países subdesarrollados a los medicamentos que ya han probado su eficacia y ayudar a financiar ese acceso.

La ayuda al desarrollo debe ser incrementada sustancialmente, pero necesita de una cierta estructura internacional: agencias especializadas en el seguimiento institucional de los países y en la selección y control de los proyectos y fondos internacionales que incentiven la investigación sobre enfermedades tropicales y faciliten el acceso de los países subdesarrollados a los medicamentos existentes. Europa estaría en condiciones de impulsar ambos frentes -además de cambiar su política agrícola para facilitar las exportaciones de los países subdesarrollados- y capitanear así un cambio radical en la política de ayuda al desarrollo.

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