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Columna
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El derecho a la vivienda

Una conocida sociedad de tasación publicaba la semana pasada un informe sobre la evolución anual de los precios de la vivienda nueva y usada en España. Según la prestigiosa entidad, en nuestro país, en el último año, la vivienda usada ha subido un 19%, y la de nueva construcción, un 16%. Huelgan comentarios, la tozuda realidad desmiente una vez más a los agoreros del pinchazo de la burbuja inmobiliaria. No digo que se haya conjurado ese riesgo, tan nocivo para nuestras economías domésticas con niveles de endeudamiento familiar en ascenso. Digo, simplemente, que los datos no hacen previsible ese escenario a corto plazo.

Si esto nos preocupaba, no parece que deban encenderse todavía las luces rojas. Antes al contrario, en las antípodas de esta preocupación, el elevado coste de la vivienda sigue siendo una poderosa cortapisa económica para el acceso a la vivienda de muchos de nuestros jóvenes, y para su emancipación personal y familiar. La perversa combinación de una demanda elástica y una oferta rígida parece estar en la base del problema. Los jóvenes treintañeros -todavía nos queda cierto recorrido hasta los cuarenta- que accedimos a la vivienda a finales de los noventa contemplamos el problema con una placidez relativa. Nuestra inversión se revaloriza año tras año, tan sólo tememos al incremento de patrimonio -ahora ganancia patrimonial, otrora plusvalía-, que se devengará el día que decidamos vender, acaso mitigada por la deducción por reinversión si es el caso. Pero los jóvenes treintañeros de este principio de siglo contemplan el problema con desazón absoluta, no relativa, cuando no con manifiesta impotencia. Aquí no funciona la solidaridad intergeneracional, lo que beneficia a unos, perjudica a otros.

A veces olvidamos que el problema es un derecho. El artículo 47 de la Constitución garantiza el derecho al acceso a una vivienda digna. Ciertamente es un derecho potencial, es decir, de los que no confieren acción para su ejercicio ante los tribunales. En la jerga de nuestra Carta Magna, es un principio rector de la política económica y social. Lo cual significa que despliega una cierta eficacia jurídica. Por mandato constitucional, los principios rectores de la política económica y social informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos. Es decir, aun cuando nadie puede hacer valer su derecho ante los tribunales y reclamarle a la Administración, sí que existe un deber positivo de los poderes públicos de diseñar y ejecutar una política orientada a que los ciudadanos puedan acceder a la vivienda.

Los poderes públicos, todos los poderes públicos en su dimensión estatal, autonómica y local, deberían considerar la política de vivienda como una política prioritaria. Y ello exige algo más que un plan de promoción de vivienda pública. Exige una acción coordinada de las tres Administraciones públicas para operar sobre la demanda, si es que se puede, a través de bonificación de créditos, y sobre todo de la oferta, abordando, con valentía, la gran reforma pendiente que es la liberalización del suelo. No puede ser que en nuestro país sea tan costoso, en términos burocráticos, llegar a la calificación de suelo urbanizable. Hace falta un pacto del suelo, que dé flexibilidad a la oferta de suelo. La oferta de suelo no puede ser un mecanismo de financiación de las Haciendas locales. La jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha reconocido que ésta es una materia esencialmente autonómica, por lo que se impone la articulación de un consenso Estado-comunidades autónomas en torno a la política de suelo, con el necesario concurso de la Administración local que, al fin y al cabo, es quien ejerce la competencia urbanística.

Y en esta política global de oferta de suelo hay que explorar otras vías, como la de los incentivos fiscales. Alguna vía se abrió en la pasada legislatura con el establecimiento de importantes bonificaciones fiscales a las empresas que tengan por objeto social exclusivo la construcción de viviendas destinadas a alquiler. Importante medida destinada a aumentar la oferta de viviendas en alquiler que, sin embargo, colisiona con un elemento cultural muy arraigado en nuestro país: los españoles prefieren la vivienda en propiedad que en alquiler.

Los datos siguen conjurando la temida burbuja inmobiliaria y condenando a la pura entelequia el derecho a una vivienda digna.

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