El perejil de todas las salsas
Antonio Cancelo critica el comportamiento de ciertos ejecutivos que se consideran imprescindibles dentro de la compañía, acaparan todo el poder y no comparten información con sus equipos
Toda organización necesita definir unas reglas del juego que le proporcionen orden y sentido, amalgamando las diferentes partes que la componen y orientándolas hacia el destino deseado. Paralelamente se produce una distribución de tareas, encomendando funciones diferentes con una gradación jerárquica a las personas que prestan sus servicios dentro de la organización. Esas funciones jerarquizadas incorporan atribuciones, capacidades de hacer, de decidir, que identifican el poder que se otorga a determinadas personas para que puedan llevar a cabo su tarea, como herramienta necesaria para afrontar las responsabilidades que asumen.
Este poder que se detenta cuando se desempeñan puestos directivos en las empresas tiene un carácter transitorio, temporal, limitado al tiempo en que se ejercita la función, por lo que no imprime carácter a la persona y sí al cargo. Esta percepción de la caducidad debería ser claramente perceptible para evitar equívocos y comportamientos altaneros, que además de hacer daño a la entidad acabarán perjudicando al propio directivo.
'Esta mentalidad coincide con una utilización despótica del poder, escenificando quién es el dominador y el dominado'
De cómo se ejerce el poder se derivan consecuencias de gran calado para el funcionamiento de la empresa, influyendo incluso en el modelo organizativo real, independientemente del que se haya descrito y aprobado formalmente. Si se desea, como resulta aconsejable para mejorar la eficiencia de la organización, un modelo participativo en el que todos se sientan integrados, pero lo directivos tienen un comportamiento acaparador, considerándose jefes por encima de todo, siendo incapaces de distribuir un gramo de lo que avaramente atesoran, el empeño resultará inútil.
El poder es sólo un instrumento para lo que hay que hacer, conducir a la empresa en la dirección deseada, pero es cierto que el modo de ejercerlo variará radicalmente en función de las características personales de que lo ejerza. Así hay directivos que acumulan poder sin interés alguno por compartirlo, convirtiéndose de hecho en cuellos de botella de sus organizaciones, ya que nada puede hacerse sin recibir el visto bueno de quienes puedan saber más que nadie y además de todas las cosas.
Estos directivos acaparadores son los que se consideran imprescindibles, necesitan estar metidos en todas las salsa, pero luego se quejan de la falta de tiempo, del estrés, de las sesenta horas semanales que se ven obligados a trabajar para que la maquinaria siga funcionando. Con este tipo de mentalidad suele coincidir una utilización despótica del poder, escenificando en cualquier circunstancia de tiempo y lugar a quién corresponde el papel de dominador y a quién el de dominado.
A veces las formas sociales de representación del poder adquieren manifestaciones menos brutales, más sofisticadas. Seguramente son muchos los que se han fijado en el comportamiento grupal de un equipo directivo, por ejemplo, en una comida de trabajo con otro equipo directivo de otra empresa. Pese al ambiente de relativa informalidad en que se mueve la conversación, un observador ajeno no tendría la menor dificultad para identificar quiénes desempeñan las jefaturas de ambos equipos.
No veo la utilidad, ni siquiera la conveniencia, de reflejar ni pública ni privadamente esa posición de superioridad-inferioridad que transgrede el concepto de la función debidamente interpretada. Tampoco comprendo la percepción del poder como algo que en su uso rebaje la consideración de ser humano de los interlocutores, haciéndoles ver en cada circunstancia su papel instrumental y de subordinación. Por el contrario, siempre entendí, e intenté practicar, el poder como una carga de responsabilidades que había que compartir, dando opciones reales a los demás para asumir tareas que deberían desempeñar autónomamente, para lo que no existe más alternativa que aceptar la autolimitación personal y, en consecuencia, el reconocimiento de que en la mayoría de las cuestiones siempre hay en la organización personas que saben más que uno mismo. La puesta en marcha de estos principios precisa de un tiempo de aprendizaje y así recuerdo mi sorpresa cuando por primera vez alguien del exterior me preguntó respecto a una actividad de nuestra empresa de la que personalmente carecía de la más mínima información. Tras salir del paso como buenamente pude, caí en la cuenta de que esa situación se repetiría en el futuro y que no era más que la consecuencia de la aplicación del principio de poder distribuido. También me cuesta entender el apego al poder, ese aferrarse a lo adquirido, como si fuera de allí no existiera la vida. Pero aquí mi experiencia es limitada ya que se reduce al ámbito de la reflexión. Teóricamente siempre creí estar preparado para abandonar sin traumas personales el ejercicio del poder pero, afortunada o desgraciadamente, nunca pude comprobar si esa aparentemente sincera convicción iba más allá de la simple estética que aconsejaba mi historia.
Porque siento un profundo respeto por el poder, cuando se fundamenta en presupuestos legítimos, rechazo radicalmente el abuso con que a veces se utiliza, rebajando a las personas en lugar de servir para su engrandecimiento y progreso. Por eso apuesto por su distribución a lo largo y a lo ancho de las organizaciones empresariales y en contra de la acumulación en unas pocas manos.