La concordia europea
Europa vuelve a hacer historia. Es la primera vez que 25 gobiernos, elegidos democráticamente por 450 millones de personas, negocian en 20 lenguas para pactar una Constitución. La lección de concordia contrasta dramáticamente con la globalización de la violencia que padece en estos momentos el planeta. España, que hace sólo medio siglo se reincorporaba al devenir político del Continente, ha dejado su 'huella' en este proyecto constitucional, como afirmó el viernes el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. El reparto de poder aceptado finalmente por todos se aproxima mucho a la propuesta española, e incorpora la salvaguarda diseñada para evitar un directorio de los grandes. Además, la UE, a instancias de España, otorga un reconocimiento sin precedentes a la riqueza lingüística que disfrutan muchos Estados europeos.
La Unión Europea ha dado este paso, como otros anteriores, en el último momento e impelida por las circunstancias. La incorporación el 1 de mayo de 10 países (todos ellos, salvo Polonia, con menos de 10 millones de habitantes) hacía ingobernable Europa con las normas del actual Tratado de Niza. Además, la alarmante abstención de las elecciones al Parlamento Europeo del 13 de junio exigía una respuesta política de ilusión y confianza en el futuro.
El batacazo que sufrieron muchos gobiernos en esa cita electoral (los de Reino Unido, Francia, Alemania e Italia, entre ellos) ha obligado, sin embargo, a rebajar el alcance del proyecto constitucional. La intención de varios países de someter el texto a referéndum ha llevado también a los negociadores a limar cualquier arista susceptible de enconar a sus respectivas opiniones públicas. El resultado, como casi siempre en Europa, ha sido un consenso que satisface a todos sin entusiasmar a casi nadie. Pero las gotas de eficacia que añade el texto a la política comunitaria debe acelerar la unión política a costa de cesiones de soberanía nacional.
La fórmula de voto (55% de Estados que representen al 65% de la población) evitará las endémicas trifulcas por el reparto de poder cada vez que se incorporen nuevos socios, lo cual ha de permitir a los líderes europeos centrarse en las auténticas prioridades de un electorado cada vez más desconfiado, frío y distante: fortaleza y cohesión económica, unidad en la escena mundial y seguridad interior y en las fronteras de la UE.
El texto de la Constitución europea sienta las bases para una incipiente política exterior y de defensa común, complemento ineludible a la unión monetaria que representa el euro desde 1999. Los avances son mucho más limitados en el terreno de lo económico y lo comercial, donde los Estados se resisten a ceder nuevas cuotas de soberanía. Europa también contará con una presidencia estable y visible que pone fin al concurso de belleza de la rotación semestral entre los países. Sólo cabe esperar que el nombramiento del futuro presidente (por dos años y medio, renovable una sola vez) no desate una batalla tan agria e impopular como la que ha provocado la búsqueda (sin resultados por ahora) del sucesor de Romano Prodi al frente de la Comisión Europea.