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Tribuna
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Derivados de crédito, ¿ángeles o demonios?

Sergio R. Torassa y Altina Sebastián González

Los derivados de crédito, que básicamente son apuestas sobre el valor crediticio de una compañía, han estado rodeados de controversia desde su creación, en los años noventa. Los autores analizan las razones de su espectacular desarrollo

Los derivados de crédito han estado rodeados de controversia casi desde su creación a principios de los noventa. Defensores y detractores son igual de fervientes e irreconciliables. Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal, y sir Andrew Large, subgobernador del Banco de Inglaterra, destacan su papel como instrumentos de cobertura de las carteras crediticias de la banca ante variaciones adversas en la capacidad de pago y solvencia de sus clientes. Por el contrario, Warren Buffet no duda en compararlos con 'residuos tóxicos' que son transferidos desde el balance de los bancos a los de aseguradoras y otros inversores institucionales menos avisados. En su opinión, son como el infierno, donde es fácil entrar pero muy difícil salir.

El comienzo del nuevo milenio fue muy duro para el sector financiero en EE UU. En 2000 se registraron suspensiones de pagos por 42.000 millones de dólares. Al año siguiente, ese importe se triplicó, arrastrando a una de cada nueve empresas de telecomunicaciones. Chase y Citigroup se encontraban entre los acreedores de la fallida WorldCom con importes de 3.000 millones cada uno.

Los riesgos migran desde entidades altamente reguladas a otras que no lo son tanto, o cuya supervisión está más dispersa

Un fiasco de esta magnitud debería haber sembrado el pánico en la banca, sin embargo las entidades estaban tranquilas. Mediante derivados de crédito habían conseguido transferir y diversificar los riesgos crediticios a escala global, fuera del propio sistema bancario. De ser así, es muy probable que la quiebra de Enron se hubiese llevado por delante algún banco americano importante. Los escándalos financieros simultáneos de Enron, Global Crossing y WorldCom hubieran tenido consecuencias inimaginables.

Los derivados de crédito son básicamente apuestas sobre el valor crediticio de una compañía en particular. Aunque existen multitud de productos que incorporan derivados de este tipo, los llamados swaps de incumplimiento de obligaciones de crédito o credit default swap (CDS) son los de mayor popularidad. Un CDS es un híbrido entre un préstamo y una póliza de seguros. En un préstamo, una entidad financiera facilita dinero a un prestatario, con el compromiso por parte de este de devolverlo en una fecha futura. Un CDS funciona de manera similar, excepto que no hay intercambio de fondos al inicio: las partes acuerdan que una pagará a la otra, si ese prestatario específico no cumple con sus obligaciones de reintegro en la fecha de vencimiento pactada.

El desarrollo del mercado de derivados de crédito ha sido vertiginoso, pasando de 50.000 millones de dólares de saldo nocional vivo en 1996 a los tres billones actuales. Por su actividad los bancos comerciales son compradores naturales de protección crediticia. Los mayores vendedores son firmas de seguros y reaseguro, fondos de inversión y ciertos hedge funds.

Los derivados de crédito permiten gestionar la exposición y el perfil de una cartera crediticia. En mercados eficientes parece lógico que los riesgos sean asumidos por los agentes que reúnan las mejores condiciones para gestionarlos. Bajo esta premisa, parece claro que los bancos cuentan con ventajas competitivas: han concedido el préstamo, tienen relaciones diarias con los prestatarios y son los únicos con acceso a toda la información de la compañía. Una aseguradora o un hedge fund radicado a varios miles de kilómetros no puede hacer mucho más que revisar los estados financieros trimestrales públicos. Tampoco es razonable prever que monten una potente estructura para controlar a multitud de prestatarios, cada uno con un pequeño porcentaje de su cartera total.

Sin embargo, dos factores matizan estas aparentes debilidades de aseguradoras y otros inversores institucionales frente a la banca. Por un lado, mediante una adecuada diversificación geográfica y sectorial es posible construir carteras con perfiles de riesgo-rentabilidad más que razonables. Por otro, y debido a la poca madurez relativa del mercado de derivados de crédito, no es infrecuente que las primas que se pagan compensen con creces los riesgos asumidos. Durante la última crisis brasileña, los costes de un CDS sobre los bancos con actividades en ese país se dispararon a niveles desproporcionados. En junio de 2003, las primas sobre France Télécom se negociaban en torno a los 730 puntos básicos anuales, lo que era excesivo dadas las características de la compañía en esos momentos. Desde entonces, los precios han evolucionado hacia niveles más consistentes con su calificación crediticia, situándose hoy sobre los 60/70 puntos básicos. Trayectorias similares pueden encontrarse en las primas de Repsol, Sprint, AOL Time Warner, etcétera.

Como vehículos de transferencia y diversificación de riesgos a nivel global, los derivados de crédito son una innovación positiva para los mercados financieros. La industria bancaria ha salido beneficiada, en la medida que ha podido sortear cifras récord de grandes quiebras y suspensiones, manteniendo niveles de fortaleza financiera incluso superiores a los de la recesión de principios de los noventa.

Además, permiten la intervención de nuevos grupos de participantes (aseguradoras, reaseguradoras, fondos de inversión, hedge funds, corporaciones no financieras, etcétera.), que disponen de gran potencia inversora y de gestión, pero carecen de capacidad para originar préstamos. La utilización de derivados puede mejorar sensiblemente la rentabilidad de las carteras que gestionan.

No obstante, y debido a que los riesgos migran desde entidades altamente reguladas a otras que no lo son tanto, o cuyos organismos de supervisión están más dispersos, parece necesario realizar esfuerzos adicionales destinados a subsanar ciertas carencias y asimetrías en la información disponible. La transparencia, una vez más, constituye el mejor antídoto para prevenir que algún demonio pueda entrometerse en un mercado de por si muy atractivo.

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