Fermat ya tiene su teorema
Juan de Dios García Martínez, matemático español actualmente radicado en Londres, que cuenta en su haber con importantes descubrimientos en el campo de la informática, ha probado por medios clásicos que Pierre de Fermat pudo no haber mentido al asegurar, en el año 1637, que había descubierto una demostración, necesaria para que una formulación pueda calificarse de teorema, de que ningún número que sea potencia mayor que la segunda puede ser suma de dos potencias semejantes (como se sabe, Pitágoras demostró que, si la potencia es 2, la ecuación se cumple para los triángulos rectángulos).
La demostración que llevó a cabo en 1995 Andrew Willes no había conseguido desvelar el enigma de Fermat por cuanto aplicó procesos matemáticos complejos que, por ser desconocidos en el siglo XVII, no pudieron ser usados por el matemático francés, quien aseguró contar con una demostración elegante y sencilla de su teorema, lo que ahora, con el descubrimiento de Juan de Dios García, parece cierto.
Las sociedades matemáticas inglesas, a las que Juan de Dios García ha enviado su demostración del teorema de Fermat, todavía no se han pronunciado sobre su validez y, curiosamente, la formulación del mismo, aunque un tanto simplificada por problemas de espacio, en lugar de ver la luz en las páginas científicas de periódicos o revistas especializadas, ha aparecido como anexo en El rescoldo, la novela que Joaquín Leguina acaba de publicar en Alfaguara. Pero, lejos de ser un inconveniente, lo apasionante de que una demostración matemática se combine con la literatura está en que, como decía Harold Hardy, matemático inglés que en la novela de Leguina aparece como Harold Lardy, 'un matemático, lo mismo que un pintor o un poeta, es un constructor de configuraciones. Si sus configuraciones gozan de mayor perdurabilidad que las construidas por los demás hombres es a causa de que su material básico son las ideas'.
Esta conexión entre matemáticas y otras ciencias, como la economía, con la literatura, inadvertida en un mundo que tiende peligrosamente a especializaciones que impiden la visión integral de cualquier problema, sólo de tarde en tarde es objeto de atención, como por ejemplo lo fue recientemente con el discurso que Luis Ángel Rojo dedicó a Galdós en su ingreso en la Real Academia de la Lengua, comentado por mí en estas mismas páginas.
Los personajes de El rescoldo, entre los que Leguina introduce a Petros Papachristos, el tío Petros de la novela de Apostolos Doxiadis, son los verdaderos protagonistas de lo acontecido el pasado siglo, tan terrible en ocasiones como en el caso de Guerra Civil Española. Pero algunos, como el aragonés Jesús Vió, buscan desesperadamente el consuelo al caos de sus vidas apasionadas, y hasta cierto punto incontrolables, en el estudio de las matemáticas, ciencia que exige gran capacidad de abstracción, donde todo ha de encajar de manera armónica y que puede proporcionarles un ámbito lógico y articulado en el que desarrollar sus vidas y esa grandeza que se encuentra en la búsqueda de la verdad, en este caso en el intento obsesivo por encontrar la resolución de un enigma matemático mantenido más de tres siglos.
En los tiempos que corren es cada vez más frecuente que políticos, grandes empresarios y otras gentes destacadas, se vean en la necesidad de publicar sus memorias y hasta se atrevan con la narrativa, sin importar que intertextualicen los escritos de algún otro, lo plagien sin pudor o, lo que es más frecuente, se lo encarguen a alguien que, ayudado de los comentarios o las cintas magnetofónicas que le ha facilitado el aspirante a autor, sea capaz de dar a la narración el necesario hilo conductor y, sobre todo, obsequiando al ilustre cliente con una imaginación y una riqueza de lenguaje de las que seguramente carece.
En estas condiciones, se agradece la publicación de una novela como El rescoldo, que se suma a la docena larga de obras narrativas de Joaquín Leguina, economista, estadístico, demógrafo y político. Esta novela marca una distancia felizmente insalvable para todos esos aspirantes a la inmortalidad por la vía de las letras, tanto por el nivel intelectual que demuestra su estructura, el juego de tiempos y la complejidad de la historia, como por la emoción que es capaz de transmitir, virtud máxima en una obra literaria.