Cuadrar el círculo
Dentro de un mes Europa tendrá un nuevo Parlamento al que la nueva Constitución, si se aprueba, dará más poder. En él se sentarán los representantes de los nuevos países miembros que participaran en las negociaciones del Presupuesto de la Unión para el periodo 2006-2013. Cuadrar ese Presupuesto pondrá a dura prueba la solidaridad comunitaria. Y, por el momento, parece tan difícil como cuadrar el círculo.
Los viejos Estados miembros se presentan en la negociación atrincherados en posiciones que tuvieron buen cuidado de preservar cuando estaban solos. Francia en la política agrícola, España en ayudas regionales, el Reino Unido en la rebaja que obtuvo Thatcher en 1984 y los seis países contribuyentes netos en la congelación del gasto en el 1 % del PIB de la Unión.
Es literalmente imposible mantener a la vez las actuales políticas comunitarias en beneficio de los Quince, extender su aplicación de pleno derecho a los Diez nuevos -no digamos cuando haya que acoger a Rumanía y Bulgaria-, y financiar los objetivos de Lisboa dentro de ese limite de recursos. Esta conclusión ha sido bien puesta de manifiesto en el seminario internacional con el que la Fundación Pablo Iglesias ha querido iniciar el debate de la próximas elecciones europeas.
Dados sus bajos niveles de vida y consumo, el dinamismo de los Diez ayudaría a una UE próxima a la parálisis económica
El problema no proviene de una excesiva generosidad con los nuevos miembros. Hasta 2006 la ampliación costará a los Quince, como máximo y una vez deducidas las contribuciones de los nuevos miembros, 22.000 millones de euros, menos de 20 euros por habitante y año. Eso es así porque, ante la imposibilidad de adaptar las políticas de la Unión, especialmente la agrícola y la regional a los límites del Presupuesto, los antiguos miembros optaron simplemente por limitar la participación de los nuevos.
La política de cohesión, por ejemplo, no se aplicará de acuerdo con los criterios de elegibilidad en vigor, sino en base a un arbitraje político global. Y las ayudas agrícolas a los del Este serán, en principio, una cuarta parte de las del Oeste.
Pero todo eso se pondrá en cuestión en la próximas negociaciones. Para salir de la cuadratura del círculo, el anteproyecto presentado por la Comisión se salta el limite del 1% exigido por los contribuyentes netos y llega hasta el limite máximo del 1,27 % previsto por los actuales tratados.
A pesar de ello, la participación de los países del Este en los fondos estructurales se limita al 4% de su PIB, lo que no tiene lógica económica y es netamente insuficiente parar asegurar su convergencia. Estamos de nuevo ante una cifra arbitraria, como el 3% del moribundo Pacto de Estabilidad, que tanto parece gustar a Europa y cuyo secreto guardan celosamente los alquimistas de Bruselas.
El argumento para justificar este límite es que ningún país sería capaz de absorber de forma eficiente más recursos. Una precaución de este tipo puede ser razonable, pero tal como se establece equivale a ayudar a un país tanto más cuanto mayor es su riqueza.
En todo caso, puesto que el PIB de los Diez es el 5% del de los Quince, ese límite sólo representa un coste del 0,2%, bien lejos de la generosidad de un Plan Marshall. Por otra parte, no hay que olvidar que cumplir con las normas comunitarias, las famosas 30.000 páginas del adquis communautaire, tendrá para los nuevos miembros un coste muy elevado. La Comisión estima que sólo cumplir con la normativa ambiental les costará entre el 2% y el 3 % de su PIB al año durante el próximo quinquenio.
Esta limitación se acompaña del temor a la inmigración, la competencia por los salarios y la deslocalización empresarial. Esos problemas existen, pero Europa debiera entender y asumir que la mejor forma de resolverlos es apostar por el desarrollo de los nuevos miembros. Dados sus bajos niveles de vida y de consumo, su dinamismo ayudaría a una Europa próxima a la parálisis económica.
Por el contrario, una convergencia lenta puede empujarles a adoptar estrategias de dumping social y fiscal que es lo ultimo que necesita la eurozona para crecer y al mismo tiempo preservar un modelo social europeo que depende de bases fiscales solidas.
El dilema que se presenta es el de una salida hacia arriba, basada en apoyarse mutuamente, o una competencia fiscal para atraer las inversiones extranjeras que se extienda por el continente ante la falta de una mínima armonización. Ello perjudicaría, a medio plazo, tanto a los antiguos como a los nuevos miembros, porque sus necesidades de inversión en infraestructuras son enormes y no pueden esperar que todas se las paguen aquellos cuyas bases fiscales debilitan.