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Columna
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'Miau' en la España del siglo XXI

Afirmaba el gran economista americano Marcus Olson que la 'ignorancia racional' del ciudadano típico de las democracias occidentales sobre los asuntos públicos es la causa del nacimiento de los partidos políticos, concebidos como grupos de interés cuyo cometido es transformar -sacando provecho de ello- esa ignorancia racional del electorado respecto a los efectos reales de las políticas públicas y las medidas alternativas a adoptar en programas y acciones concretas de gobierno.

Ello ha tenido algunas consecuencias indeseadas, una de las cuales es la profesionalización de la política, de tal forma que hoy la mayoría de quienes se dedican a la misma viven de ella y, por lo tanto, el participar del poder constituye, salvo contadas excepciones, la fuente principal de sus ingresos.

No es ciertamente nueva la situación pues ya en la época retratada por Pérez Galdós en su maravillosa novela Miau, el protagonista, Ramón Villamil, es un pobre cesante que se ve arrastrado a mendigar por los 'antros y covachuelas del Ministerio de Hacienda' un cargo que le permita comer. Comparaba Don Benito las alternancias entre conservadores y liberales de entonces a las olas del mar, cada una de las cuales se lleva lo que la precedente trajo -en este caso miles de cargos que cesan para ser ocupados por los fieles del partido que llega al poder-.

Sin consecuencias tan dramáticas, ese fenómeno se repite en la España de hoy en día cuando las preferencias del electorado obligan a cambiar de Gobierno. Pero existe ahora una diferencia notable: la que media entre la 'gris, plúmbea y lenta' burocracia española del siglo XIX y la profesionalizada, eficaz y de carrera, que se supone maneja hoy la maquinaria del Estado.

Pero aun así, estamos asistiendo después del 14-M a un espectáculo que no se aparta mucho del episodio galdosiano, sufrido en sus carnes por el infortunado Villamil. Cuesta creer que todos los altos y medianos cargos de la Administración del Estado y sus organismos nombrados por el PP fuesen tan incompetentes, partidistas o corruptos como para justificar su destitución y su sustitución por otros, se supone no sólo más adictos al nuevo Gobierno socialista sino también más competentes. En todo caso lo más perturbador de ese trasiego son los costes que provoca y del cual son muestras recientes los recortes en determinadas subvenciones europeas a ciertos sectores agrícolas españoles o el ridículo derivado de anunciar una rebaja en algunos impuestos indirectos que nuestro Gobierno dejó hace tiempo de tener competencia para efectuar.

Pero la España del 2004 es una nación prospera que puede cargarse a sus espaldas esas fruslerías.

Más preocupante, sin embargo, son ciertas decisiones que implican cambios radicales en asuntos que constituyen la esencia de la posición exterior de un país -por lo tanto de cómo es percibido, y tratado, por otros países, como el momento y la forma de la retirada de nuestros contingentes militares en Irak o la postura ante el proyecto de Constitución europea- o medidas legislativas referentes a cuestiones de trascendencia general y efectos duraderos -tal sería el caso del cambio en el sistema de financiación autonómico, la ley general de calidad de la educación, la rumoreada suspensión de la entrada en vigor de una ley tan relevante como la General Tributaria o ciertos proyectos de infraestructura y aprovechamiento de recursos naturales-.

Se me dirá que todas ellas son fruto del ejercicio autista de la mayoría absoluta disfrutada por el PP en la última legislatura -lo que es tan cierto como que el PSOE disfrutó durante su período de gobierno de varias mayorías semejantes usándolas de forma tal que dio origen al término 'rodillo socialista'-, pero no, no residen ahí mis preocupaciones.

Lo que me inquieta es cuál será nuestra influencia en la escena internacional si cambiamos cada cuatro años de aliados y estrategias, cómo se van a educar nuestros jóvenes si les imponemos variaciones tan bruscas en la orientación de sus trayectorias educativas, cómo se asentará la solidaridad entre las regiones españolas si sometemos sus horizontes financieros a un tobogán de eterna renegociación, o cómo planificarán nuestras empresas sus negocios si les cambiamos su política de transportes o el marco fiscal que regula sus relaciones con la Administración Tributaria. ¿Tan difícil es anteponer los intereses del Estado a los del partido?

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