Un noviazgo demasiado largo
Cuando el muro de Berlín se derrumbó, la UE era para los pueblos del Este el símbolo de la democracia y la prosperidad. Y su regreso a Europa pasaba necesariamente por su participación en el proceso de integración europea, en el que ya Schuman les había reservado plaza desde tiempos fundadores.
Pero habrán hecho falta casi 15 años para que sea efectiva, el próximo sábado, 1 de mayo, la ampliación de la UE a 10 nuevos Estados miembros, 8 de los cuales pertenecieron al bloque soviético. Otros dos, Rumania y Bulgaria, deberán esperar a 2007. El camino ha sido largo. Y cuando por fin la boda se celebra, aparecen las tensiones de un noviazgo que ha durado demasiado. La guerra de Irak y el debate sobre la Constitución son buenos ejemplos de las desavenencias que reflejan la magnitud de los desafíos que la ampliación representa. En realidad, en ninguna de esas dos crisis el enfrentamiento ha sido entre los viejos y los nuevos Estados miembros. Reino Unido, España, Italia y Dinamarca apoyaron la intervención americana tanto o más que Polonia, República Checa y Hungría. Y España rechazó, tanto como Polonia, una regla de decisión del Consejo más conforme al peso demográfico de cada país.
Más que el puro conflicto Este-Oeste, o entre la vieja y la nueva Europa, la ampliación ha servido para poner de manifiesto el conjunto de las fracturas que agrietan la Unión. En primer lugar, en su relación con EE UU. Desde el Oeste no somos bastante conscientes de lo que implica que la OTAN se haya ampliado antes que la UE. La OTAN se ve desde el Este como una institución que defiende los valores democráticos y EE UU como el vencedor contra el imperio del mal. Mientras, la UE se ve cada día más como un centro de arbitraje de intereses socioeconómicos.
La ampliación ha puesto de manifiesto el conjunto de las fracturas que agrietan la Unión Europea
Las largas negociaciones desde 1989 y los 20.000 textos legislativos que representan el acquis communautaire que han debido asimilar han diluido el sueño europeo, basado en valores y aspiraciones democráticas, en un proceso tecnocrático de exportación de normas jurídicas y económicas.
Desde el Oeste tenemos tendencia a olvidar el shock social que ha significado para esos pueblos la transición al capitalismo, primero, y las exigencias de la integración europea, después. En 10 años, una cuarta parte de su población ha cambiado de estatus profesional y las condiciones de vida de los jubilados, agricultores, trabajadores sin cualificación y funcionarios se han visto profundamente alteradas.
Desde algunos países del Oeste se teme que la ampliación diluya la construcción europea hasta reducirla a su menor común denominador, es decir, una zona de libre cambio. Pero los del Este no quisieran haber escapado a la dominación soviética para acabar sometidos al tándem franco-alemán. La socialdemocracia del Oeste reprocha a los recién llegados su celo liberal de conversos al capitalismo y éstos denuncian la avaricia de unos países muy ricos que se resisten a dedicar una milésima parte de su PIB a la ampliación, cuando hubiera hecho falta la generosidad del Plan Marshall.
No olvidemos tampoco que esos países han hecho su transición al capitalismo desde las líneas directrices del modelo liberal anglosajón, mucho más que las de la socialdemocracia alemana o el intervencionismo estatal francés. Y la actual crisis del modelo renano en términos de paro, débil crecimiento y reformas (léase reducción) de los sistemas de protección social, no provoca entusiasmos, de la misma forma que la experiencia de los Balcanes no aumentó la confianza en la capacidad europea para hacer frente a un conflicto y garantizar la paz.
Por todo ello, los desafíos que implica el acontecimiento histórico que se inicia este fin de semana son más políticos que económicos. En realidad, la integración económica de los países del Este empezó hace 10 años con los acuerdos de asociación que liberalizaron los intercambios comerciales y las inversiones directas.
Por lo tanto, los efectos macroeconómicos de la ampliación deben ser menores, porque lo fundamental de las reestructuraciones, con la excepción de algún sector como la agricultura, ya se ha producido. Para los nuevos miembros, dependerá de su capacidad para asimilar las normas y las oportunidades comunitarias.
Por ejemplo, se estima que las normas medioambientales europeas les costarán entre el 2% y el 3% de su PIB al año durante los próximos cinco años. Y los fondos que pueden recibir estarán más limitados por su capacidad administrativa que por la dimensión del Presupuesto de la Unión.