¿Es posible una política exterior transparente?
El atentado del 11 de marzo y los resultados electorales del domingo 14 han renovado las ilusiones de numerosas personas sobre la necesidad de practicar una política exterior transparente, entendiendo por tal que intente adecuar promesas electorales con la difícil realidad de las prioridades que nuestra posición obliga a definir en la escena internacional. Dos cuestiones sintetizan los peligros de esa concepción: la prometida retirada de nuestras tropas en Irak, salvo que la ONU ampare el estatuto de las mismas, y el desbloqueo de las negociaciones relativas al proyecto de Constitución europea.
En el primer caso, parece muy difícil que la ONU vaya a conseguir en tan poco tiempo vencer las resistencias de países tan recalcitrantes como Francia y Alemania, de forma tal que se decidan a enviar tropas y ayudar a Bush en un momento decisivo de su campaña electoral. Ante tal panorama, la retirada de nuestras tropas se entenderá por países como EE UU, Gran Bretaña, Italia, Polonia o Japón como consecuencia de una decisión doméstica insolidaria respecto a sus esfuerzos para situar a Irak en la senda de la paz y la democracia.
Por lo que al reparto de poder en Europa se refiere, conviene recordar al menos dos consideraciones previas: primera, que la propuesta de Giscard d'Estaing fue presentada en el último momento y respondía descaradamente a los intereses franceses, y segunda, que, contra lo alegado por sus partidarios, en ninguna democracia federal existente se respeta fielmente el principio de la proporcionalidad pura ahora tan ensalzado.
Desconocemos cuál será la postura final de nuestro Gobierno, pero ha de recordarse que en Niza España consiguió que sus votos en el Consejo fuesen proporcionales a su población. Por ello, renunciar a ese logro a favor de una doble mayoría únicamente debería hacerse si los votos que se nos asignasen por población resultasen matizados por una atemperación clara del principio de proporcionalidad. En otras palabras, bien está defender los intereses de la Unión Europea pero sin olvidar los españoles.
Un prestigioso constitucionalista ha destacado recientemente la división del trabajo como uno de los dos pilares de la democracia representativa. Pero, opina, la delegación que la mayoría hace en el Gobierno debe rehuir dos tentaciones: la de seguir ciegamente la opinión dominante y la de ignorarla maliciosamente. ¡Estrecha senda la que se traza a los Gobiernos, especialmente en política exterior, como a continuación veremos!
Efectivamente, las sociedades desarrolladas occidentales se enfrentan al menos a tres grandes retos cuya solución exige decisiones públicas resueltas: a) riesgos difícilmente previsibles y cuya contención obliga a acciones transnacionales concertadas -ejemplo, la inmigración, el terrorismo masivo, las epidemias (SRAS, vacas locas, virus æpermil;bola), el medio ambiente, los cambios climáticos o las catástrofes industriales (Chernóbil, Bhopal); b) la globalización, que significa interdependencia de economías y sociedades para conseguir que el capitalismo no sea un mecanismo generador de devastadoras crisis especulativas y desajustes entre grandes regiones del planeta, sino que actúe como motor de crecimiento general; c) y, por último, y sobre todo para Europa -cuya proximidad a los grandes focos de conflicto supone un grave riesgo, acentuado por la posibilidad de convertirse en una zona de vacío estratégico si los Estados Unidos deciden trasladar sus bases militares aquí radicadas a Oriente Próximo y a Asia antes de que contemos con un sistema de seguridad propio-, el indudable arraigo de lo que se ha dado en llamar la geopolítica del caos, que no es sino la fórmula que resume la realidad amenazadora del agresivo renacer de identidades étnicas, religiosas y nacionales, la actuación de un terrorismo cada día mejor dotado para la destrucción masiva, o los peligros que conflictos regionales -es el caso del que enfrenta a israelíes y palestinos, indios y paquistaníes o China continental y Taiwán- degeneren en enfrentamientos internacionales.
No conviene, pues, hacerse ilusiones. Mantener en España la libertad y la prosperidad requiere ideas claras, estadistas firmes y un sistema de decisiones públicas que combinen legitimidad con eficacia. Por eso, cuando, como indica una recentísima encuesta, algo más de un 69% de los preguntados opina que el último atentado terrorista no influyó en su voto y, simultáneamente, casi el 86% cree que sí pesó en el del resto de la población, uno se queda perplejo y desconfía de los gobernantes inclinados a seguir a la opinión pública ante determinadas decisiones, por no hablar de aquellos que provocan manifestaciones callejeras como forma de consulta política.