Efectos económicos del terror
Es casi imposible escribir sobre los efectos del terrorismo en variables económicas o financieras, no tanto porque casi es una entelequia medirlo, sino porque resulta grosero evaluar monetariamente el dolor y el sufrimiento de muchas personas que nunca más podrán levantarse por la mañana, y descubrir que lo único que vale la pena es vivir, y vivir en paz. Por eso, y como homenaje a todas estas personas, este artículo se dirige a todas las víctimas de la barbarie humana.
En este contexto, con la mayoría del mundo en estado de shock, de qué pueden hablar los miembros del Consejo del BCE en el día de hoy, en quién pensarán a la hora de evaluar las implicaciones de esta brutalidad, qué decisiones se pueden tomar sin verse reflejado en ese espejo impasible que tradicionalmente son los mercados financieros, cuya preocupación máxima es quién está detrás de los hechos. En este sentido, la posibilidad de que el PIB de la UEM crezca algo menos, porque los agentes tengan miedo a viajar o a consumir, o que la riqueza de los hogares se resienta porque los inversores interpreten que la prima de riesgo es excesiva para su grado de aversión al mismo, me parece poco relevante en estos momentos.
El efecto más cuantificable es la pérdida de capital humano que deja a la sociedad sin el principal motor de desarrollo, sin el brazo ejecutor de tantas ilusiones y proyectos que no podrán llevarse a cabo. Ante esto, que es irrecuperable, sólo cabe soñar con una realidad distinta, que además no incorpora costes de transacción, ni tiene efectos secundarios sobre el medio ambiente. Las vacantes que dejan, junto a los que se quedan en una situación muy delicada, deberían ser el objeto de discusión permanente para que nunca más tengamos que analizar los efectos económicos de este tipo de acontecimientos.
La supuesta recuperación de la zona euro no puede permitirse, de nuevo, una crisis de confianza
La supuesta recuperación económica en la UEM, algo que muchos venimos poniendo en duda, no puede en estos momentos permitirse, de nuevo, una crisis de confianza de esta magnitud, dada la fragilidad de la actividad de consumo e inversión. Por ello, habrá que repensar qué se puede hacer para relanzar el ánimo de inversores y consumidores, no sólo para gastar más en bienes de consumo, sino para cambiar un modelo de convivencia que respete al ser humano como dogma supremo.
La felicidad, el bienestar y el respeto entre personas proporciona una base de crecimiento interior tan profunda, que sin duda se trasladará al exterior generando un crecimiento, no sólo más elevado, sino más duradero.
Entiendo que este tipo de factores, que ya han sido tratados desde la óptica del análisis económico por el premio Nobel Becker, no tienen cabida en las funciones objetivo, ni de los bancos centrales, ni de las principales instituciones económicas, pero merecería la pena reorientar dichos objetivos, para internalizar todos estos activos intangibles en un modelo de crecimiento más sano, más justo y más humano.
Un primer intento de este nuevo mundo sería no preocuparnos de cuánto puede perder la Bolsa, o si deben bajar los tipos de interés. La alternativa a esto es comenzar a estudiar profundamente las causas de tanta sinrazón, rehacer las relaciones fluidas entre Estados, adquirir hábitos de política económica que conlleven el desarrollo a todo el planeta y erradicar el odio entre personas. Este modelo económico intangible tendría tres variables, amor, tolerancia y desarrollo, y sería fácil de estimar, pero difícil de implementar mientras sigamos en la inercia física de cuantificar el dolor.
Para que esto funcione, las nuevas generaciones deben verse reflejadas en personas con este tipo de talante, internalizar lo intangible y sufrir por lo que hay que sufrir. Por todo esto, las instituciones económicas, políticas y sociales deben conjurarse para construir una arquitectura más habitable. En esto también debemos participar los que movemos los mercados financieros, para que dentro de la sana búsqueda del beneficio, tengamos tiempo y ganas de hablar, escuchar, y por qué no, querer a todos los que nos rodean. Espero que este grito en la soledad de un despacho lo puedan oír todos los que hoy no me podrán leer.