¿Tratado o tótem?
Una constitución es una especie de tótem que construye simbólicamente un grupo y proclama aquello que une a sus miembros y lo que los separa de otros. Así, establece las condiciones que deben cumplirse para formar parte de este grupo, pero también para representarlo, definir su territorio, las figuras de su soberanía y los ideales que sus miembros comparten. En definitiva, certifica su existencia. Los periodos constituyentes son por ello casi siempre momentos políticamente peligrosos, en los que los conflictos se exacerban, ya que abarcan los principios esenciales de esta construcción simbólica.
Desde este punto de vista, la idea misma de una Constitución europea resulta casi extravagante. ¿Cómo imaginar que un texto pueda, por la sola magia de su fuerza sugestiva, reunir en un grupo único y unido los ciudadanos de los diferentes Estados nación del continente europeo? ¿Cómo imaginar una Constitución europea cuando ni siquiera existe un espacio público democrático europeo unificado, cuando Europa sólo es un espacio interestatal que se apoya en espacios democráticos europeos apenas yuxtapuestos?
La idea es tanto más curiosa como que lo que llamamos Constitución europea en realidad es sólo un tratado internacional, una construcción multilateral que compromete más a los Estados que a los pueblos.
El objetivo de la Constitución europea es preservar el lugar de los Estados y proclamar la soberanía de los pueblos con un impulso democrático
El fiasco de la Conferencia Intergubernamental italiana lo ha recordado con fuerza. Este fracaso se ha achacado a los egoísmos nacionales de España y de Polonia, que defienden su peso político y su estatus de potencia media en el seno de la Unión Europea.
En realidad, no es seguro que muchos Estados europeos tuvieran interés en esta Constitución. En primer lugar Francia, que temió durante muchos meses que la ratificación del 'tratado constitucional' contaminara su vida política, mientras el desacuerdo europeo ha abierto una profunda fractura tanto en la derecha en el poder como en la oposición de izquierda.
Y, sin embargo, todos sabemos que esta constitución terminará por llegar, dentro de algunos meses o de algunos años, ¿por qué?
Primero, porque los tratados fundadores de la Unión Europea ya constituyen en muchos aspectos una constitución que define un orden jurídico supranacional, cuya gran parte ya se impone de forma directa, sin mediaciones estatales, en cada uno de los Estados miembros de la Unión.
Es el resultado, esencialmente, de una serie de imposiciones del Tribunal de Justicia europeo desde hace 40 años, que ha transformado estos tratados en un verdadero 'texto constitucional'.
Pero sobre todo, porque por primera vez en la historia de Europa, existe un texto que va más allá de la lógica interestatal de redacción de tratados: el proyecto de constitución elaborado por la Convención sobre el futuro de Europa. Un documento que todavía es un tratado internacional, pero que se asemeja a una verdadera constitución; un texto sin duda criticable pese a una gran inventiva institucional, pero por una vez a la altura del reto, esto es, preservar el lugar de los Estados y proclamar la soberanía de los pueblos de Europa, dando un impulso decisivo, tanto democrático como en términos de eficacia y de claridad de gobierno.
Una Constitución europea que no sólo es el fruto de utopías académicas, sino el producto de una deliberación política en un espacio público europeo -la Convención europea-, híbrido en su composición institucional, pero público y abierto a las intervenciones de los ciudadanos.
El fruto milagroso de un dispositivo constituyente inédito: reunir algo más de 100 mujeres y hombres políticos, de todas tendencias y orígenes geográficos, obligarlos a obtener un resultado en un plazo de tiempo determinado, forzarlos a argumentar en público y no a negociar en secreto, y prohibirles el voto.
Hoy, la alternativa es sencilla. Bien encerrarse en la lógica intergubernamental de elaboración de tratados y negociación diplomática a puerta cerrada, plegándose a la regla de la decisión por unanimidad y buscando el denominador común más bajo de los intereses de los Estados nación.
El resultado será un nuevo tratado, sin duda mejor que Amsterdam, pero que difícilmente podrá presentarse como un texto fundador, como una constitución. O por el contrario, arriesgarse y apostar por un tratado que sea un verdadero tótem que constituya -en sentido estricto- un 'pueblo europeo', y abrir así la vía a un espacio democrático internacional. La elección pertenece a cada uno de los Gobiernos de la Unión, luego a todos.