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Tribuna
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Competitividad y universidad

Para aumentar la competitividad de la economía española es necesario incrementar el nivel del gasto, tanto público como privado, en investigación y desarrollo. El autor sostiene que esta mejora está ligada a la universidad, su organización y su financiación

La economía ha ido razonablemente bien estos años, pero existen dudas sobre la continuidad de este bienestar. Dudas que giran en torno a la competitividad de la economía española en el marco de la globalización y la ampliación de la Unión Europea. A efectos de política económica, la globalización es una realidad incuestionable. Lo mismo sucede con la ampliación de la Unión o con la apreciación del euro. No se trata de preguntarnos sobre sus efectos, sino de aprender a convivir con ellas

La competitividad es un problema de oferta. Europa no va a recuperar tasas de crecimiento cercanas a su potencial con macroprogramas de inversiones en obra pública por valor de ¦euro;220.000 millones de euros, sino con reformas estructurales que liberen su potencial productivo. Pero la economía política tiene sus exigencias y es mucho más fácil poner de acuerdo a 25 Gobiernos en aumentar el gasto que en realizar ajustes en los mercados de trabajo y bienes. Son esclavitudes ciertas de la construcción europea, pero nadie debería engañarse sobre sus consecuencias. Crecer es mucho más complicado que gastar sin límite. Hay impactos inflacionistas y de expectativas en los tipos de interés que no podemos ignorar. Por hacerlo ya tuvimos una década de estancamiento con inflación en Europa.

Europa no va a recuperar crecimiento con grandes programas de inversión en obra pública, sino con reformas que liberen su potencial productivo

Aumentar la competitividad de la economía española exige aumentar el nivel del gasto, público y privado, en investigación y desarrollo. Sobre todo el privado, como reconoce hasta la OCDE. Y eso tiene mucho que ver con la universidad, con su organización y su financiación. El semanario británico The Economist recoge un estudio del Centro de Estudios de Política Educativa de Oxford (Oxceheps) que estima en 13.800 libras el coste de la enseñanza en una licenciatura en esa universidad, y la matrícula vale sólo 1.125 libras, que subirían hasta un máximo de 3.000 si el proyecto Blair llegara a ser aprobado. Esta diferencia explica por qué los catedráticos de Oxford cobran una tercera parte que sus equivalentes en Harvard, tienen el doble de alumnos y la cuarta parte de profesores ayudantes. Y obviamente por qué se van si tienen una oportunidad.

Las dificultades de financiamiento de la universidad europea hunden sus raíces en la demagogia del gratis total. Sin dudar de las importantes externalidades positivas que tiene el acceso a la educación superior, y del valor de la movilidad social, no parece un atrevimiento excesivo preguntarse si el reparto de los beneficios privados y sociales de la universidad es del orden de 1 a 10. Porque ese es el orden de magnitud de la financiación privada y pública. Tan razonable es esto que la política universitaria en Europa persigue aumentar significativamente las vías alternativas de financiación.

Dos son los más evidentes, los recursos propios y las tasas. Por los primeros entendemos la venta de servicios de consultoría e investigación, con una aportación marginal del merchandising. Abrir la universidad a la empresa requiere más que palabras. Puede implicar, por ejemplo, que las ayudas públicas a la investigación estén condicionadas a la existencia previa de empresas privadas interesadas en el proyecto. Y puestos a hacer demagogia, en vez de sospechar cuando un proyecto tiene financiación privada, quizás deberíamos sospechar de su utilidad cuando no la tiene. Si no hay nadie dispuesto a arriesgar su dinero, por qué va a hacerlo el Estado. Ya sé que no es aplicable a todas las disciplinas, pero quizá la política científica debería invertir la carga de la prueba y obligar a justificar la naturaleza básica, y por lo tanto inaprensible privadamente, de los proyectos que no cumplan esa condición.

Las tasas de matrícula son la otra fuente disponible de recursos. Hay un amplio espacio para subirlas. Y financiarlas con becas o con créditos. Pero como ningún partido que aspire a gobernar lo va a incluir en su programa, se me ocurre una propuesta radical. Podríamos publicar el coste real de la matrícula en las distintas titulaciones españolas de cada universidad, y contabilizar como becas la diferencia entre el coste real y la matrícula. Aunque sólo fuera para mejorar nuestra posición en los rankings de gasto en becas. Pero también nos serviría para descubrir que a lo mejor tenemos recursos dentro del propio Ministerio de Educación para poner un ordenador a cada dos alumnos y dar una enseñanza primaria bilingüe. Y de paso mejoraría la competitividad de nuestra economía, porque el rendimiento social de la inversión en educación es decreciente con los años de escolarización y no pondríamos en peligro el diferencial de inflación.

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