Los colores de la plata
El filósofo y escritor alemán Friedrich Nietzsche prefería el otoño a cualquier otra estación en la Engadina; 'allí parece estar la patria de todos los matices argénteos de la naturaleza', decía. 'La Engadina me ha devuelto la vida', confesaba también, y fue en aquella supernaturaleza de montañas y valles ideales donde concibió al superhombre de su Zaratustra. Nietzsche no fue el único. La Engadina ha fascinado a numerosos talentos, escritores, músicos o pintores. Thomas Mann maduró allí La montaña mágica. Hermann Hesse pregonaba su debilidad por la Engadina Alta. Los pintores Segantini y Kirchner (tan diferentes: naturalista el primero, expresionista furibundo el más joven) sorbieron sus colores y gozan ahora de sendos museos (en St. Moritz y Davos, respectivamente). Giacometti era oriundo de la zona, y los músicos o intérpretes repuestos en aquel sanatorio del alma son legión: Bruno Walter, Furtwängler, Karajan, Klemperer, Solti, Kubelik, Abbado.
Tanto o más provechosa ha resultado la Engadina para autores de best-seller, novela policíaca y literatura de kiosco, otra pudiente legión (J. C. Heer, Knollwol, Roseta Loy). Un caso aparte es el de Johanna Spyri: en los prados y montañas de Maienfeld, esmaltados con la mohn omnipresente (una amapola gualda), concibió a la pequeña Heidi. Muchas escenas trepidantes de James Bond sobre la nieve se han rodado por allí -y también una película española rara, de culto: El cebo, de Ladislao Wajda, a finales de los cincuenta-. En fin, que es aquél un enclave capaz de despertar los jugos gástricos de todo tipo de artistas y creadores. Por algo será.
Es por el paisaje, ante todo. La Engadina es un valle dúplice, en el rincón suizo de Los Grisones. La Alta Engadina ha sido la preferida por artistas y famosos; se trata de un pasillo alpino que, desde el paso de Maloja, fronterizo con Italia, desciende por la vertiente norte, con lagos que se van escalonando, hasta llegar al fiel de St. Moritz, un nombre bien conocido. A partir de ahí, comienza la Baja Engadina. Los lagos han adelgazado su respiración hasta formar un hilo encabritado, el Inn, que vertebra la vaguada sorteando los macizos, lamiendo a los pueblos y buscando la salida hacia el Tirol austriaco.
Los pueblos de la Baja Engadina, con su arquitectura tradicional, son uno de los secretos mejor guardados de la vieja Europa
Esta Baja Engadina es muy diferente a la Alta. No tanto en el paisaje cuanto en el carácter. Si la Engadina Alta es un foco de glamour y mundanidad, la Baja Engadina es todo lo contrario, parece encontrarse a muchos años luz -y está a sólo minutos, en coche-. En la Baja Engadina parecen haber conspirado todos para mantener intacto el pelaje campesino. Hay turismo, desde luego, pero no lo parece. Nada altera el pulso cotidiano de las calles, donde la gente se sienta a charlar ante lo que semeja un museo viviente, o a beber jarras de cerveza los días de mercado. Los pueblos de la Baja Engadina son uno de los secretos mejor guardados de la vieja Europa. Su arquitectura tradicional permanece intacta. Hay fachadas pintadas con frescos medievales o renacentistas, entre chorros de geranios y flores de maceta. Cuando hay que restaurar, o hacer nueva una casa, se decora con esgrafiados y motivos populares -del siglo XVIII, sobre todo- que cubren la casi totalidad de las casas.
Todos los pueblos resultan admirables. A partir de Samedan, la vista abarca buena parte del valle, y los pueblos más cercanos de Bever y La Punt. Zuoz es de los más atractivos, con una capilla medieval llena de frescos, recuperada tras haber sido cantina. Luego, tras Zernez y Susch, dos de los pueblos más notables, Guarda y Ardez. Cada casa, cada fachada aparece decorada con cenefas esgrafiadas, rosetones, guirnaldas, falsas arquitecturas, sirenas o figuras fantásticas, jarrones, escudos y cartelas, en latín o en romanche (que es la lengua vernácula); cuando no con frescos medievales o barrocos de mayor complejidad. Y en ese museo vivo, sin embargo, transcurre la vida con rutina, sale el vaho de los establos, flotan los olores a estiércol y a huerta recién regada, a leña recién partida, a guisote de puchero. Sólo al llegar a Scuol vuelve de nuevo a imponerse un lustre más urbanita. Y los anuncios invitan a pasar por el flamante balneario; allí se puede nadar al aire libre, en agua tibia o bien caliente, bajo un soberbio friso de cumbres nevadas, al alcance de la mano.
Guía para el viajerocómo ir: alojamiento: comer:
Swiss Air Lines tiene vuelos diarios desde las principales ciudades españolas hasta Zúrich, el aeropuerto más cercano; información de tarifas: 901 116 712; desde el aeropuerto hay trenes cada hora, el trayecto dura cuatro horas y cuesta unos 100 francos suizos.El mítico Badrutt's Palace Hotel es uno de los más lujosos de la zona y un poco el símbolo mundano de St. Moritz, con 209 habitaciones, 39 de ellas suites, y dos restaurantes de alta cocina (081 8371000). Hotel Albana (00 41 81 8333121, Via Maistra 6, 150 a 190 euros la doble con desayuno); Posthotel (00 41 81 8322121, Vial dal Vout 3, 170, 320 euros la doble con media pensión). En Zuoz: Posthotel Engiadina (081 8541021), inaugurado en 1876, ofrece marcado carácter alpino en sus 42 habitaciones y tres retaurantes. En Scuol, el confortable hotel Grusaida sale por unos 60 euros la habitación doble con desayuno (Tel. 8641474, fax 8641877).Chesa Veglia (Via Selas, 27, tel. 081 8371000) es tal vez el restaurante más célebre de la zona, construido en 1658 con oscuras maderas y el aspecto de una fonda tradicional, en él se dan cita las personalidades y famosos que acuden a esquiar (se recuerda, entre otros, al rey de España). También en St. Moritz, Jöhri's Talvo (081 8334455, Via Gunels 15), uno de los más célebres de Suiza, donde Roland Jöhri organiza cada invierno el St. Moritz Gourmet Festival que reúne a los mejores cocineros del mundo. Veltlinerkeller (Via dal Bagn, 11, 081 8334009) es un local que propone especialidades locales y también cocina italiana; dispone además de nueve habitaciones.