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Columna
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Un país enladrillado

José Borrell Fontelles sostiene que el crecimiento de la economía española se basa en un modelo muy inestable y poco sostenible. El autor subraya que los muchos recursos que se destinan a hacer casas no mejoran la productividad

Josep Borrell

El Gobierno se curó en salud revisando a la baja sus previsiones de crecimiento para este año, del 3% al 2,3% antes de que el Banco de España publicase su estimación, 2,2%, para el segundo trimestre, aunque este dato mejore en una décima el del trimestre anterior.

Pero un crecimiento del 2,3% no está mal comparado con el de la zona euro. Cuando, a mediados de 2000, estalló la burbuja bursátil nuestra economía crecía un poco más que la zona euro, ambas en torno al 4%. Desde entonces nuestra caída se ha detenido por encima del 2% y la de la zona euro, por debajo del 1%. Las aportaciones de los fondos europeos y, sobre todo, el vigor de la construcción explican básicamente la diferencia.

El bosque de grúas que adorna la periferia de nuestras ciudades ilustra ese 4,5% de crecimiento del sector el pasado año, que será todavía del 3,7% en éste. En los últimos cuatro años en España se han construido más de 500.000 viviendas nuevas cada año, cuando las necesidades, determinadas por la formación de nuevos hogares, no pasan de 250.000. Eso explica que tengamos en España el mayor parque de viviendas por habitante de toda Europa y que, sin contar las segundas residencias, haya 2.800.000 viviendas vacías.

España construye más viviendas que Francia y Alemania juntas, pero es el farolillo rojo de Europa en investigación y desarrollo

Al mismo tiempo, la escalada de los precios ha expulsado del mercado a la gran mayoría de los que necesitan realmente una vivienda para vivir, en beneficio de una demanda especulativa que ha convertido a la vivienda en un instrumento de acumulación de valor huyendo de los desastres de la Bolsa.

La contrapartida de este enladrillamiento general del país es el excesivo endeudamiento de las familias, la peligrosa inestabilidad de la burbuja inmobiliaria , que el Gobierno y el sistema financiero se empeñan en negar, y la pésima asignación de los recursos destinados a la inversión. Construimos más viviendas que Francia y Alemania juntas, pero somos el farolillo rojo de Europa en investigación y desarrollo.

Seremos un país muy enladrillado, pero muy poco tecnificado, habiendo esterilizado en ladrillos amontonados en forma de casas que no se usan los recursos necesarios para sustentar un crecimiento basado en mejoras de productividad y en unas cuentas exteriores equilibradas.

La debilidad de nuestro modelo de crecimiento, aparentemente más fuerte que el europeo, se completa con la situación del mercado laboral y el ahorro neto, prácticamente nulo, de las familias.

El propio Banco de España, permanente paladín de la flexibilidad laboral, advierte que la tasa de temporalidad de nuestro empleo triplica la media comunitaria. Una tercera parte del empleo en España está formada por contratos temporales, muy lejos de las razones que podrían justificar el trabajo eventual, y que afecta, sobre todo, a los jóvenes.

Con un horizonte laboral absolutamente precarizado y la práctica imposibilidad de acceder a una vivienda, no es extraño que nuestros hijos no nos hagan abuelos y que la declinante demografía se convierta en otro factor de recesión, con la tasa de crecimiento de la población más baja de Europa.

El deterioro de nuestro sector exterior refleja la atonía de la economía europea y la pujanza del consumo de las familias españolas. Y éste, a su vez, se basa en una disminución de su ahorro, a pesar de la leve mejoría que detecta el Banco de España en el último trimestre, y en un endeudamiento que alcanza ya el 85% de su renta.

A ello contribuye el efecto riqueza, creado por la sobrevaloración de sus activos inmobiliarios, como antaño pasó con los bursátiles, y la facilidad con la que el sistema financiero oferta nuevas posibilidades de endeudamiento con cargo al continuo incremento de valor de dichos activos.

En su conjunto, nuestro crecimiento se basa en un sistema muy inestable y poco sostenible. De momento, la bicicleta no se cae porque los tipos de interés a la baja disminuyen la carga financiera de ese endeudamiento e incitan a aumentarlo. Pero el riesgo de un ajuste brusco aumenta a medida que crecen los precios de unos activos que pronto no tendrán salida en el mercado secundario.

La situación puede ser parecida a la de principios de los noventa, cuando se produjo una escalada de precios similar a la actual.

Recuerdo que, siendo entonces ministro de Obras Públicas, el actual Fomento, dije que, si tuviese una vivienda por vender, la vendería hoy mejor que mañana, con gran enfado de los promotores inmobiliarios que, como hoy, siguen negando la formación de una burbuja cuya explosión puede tener efectos graves para nuestra economía y nuestra sociedad.

Este incremento del valor de los activos es lo que diferencia nuestra situación de la de una Alemania en recesión que enfila hacia una deflación, es decir, una pérdida de valor de los activos. Es un riesgo que suena raro cuando el valor del principal activo de las familias y del producto de la más pujante industria nacional no deja de aumentar.

Pero estamos demasiado vinculados a las economías de nuestros socios del euro para que sus males no nos acaben afectando, sobre todo cuando derivan de las mismas causas estructurales: la débil demografía y la escasa, comparada con la de EE UU, inversión en investigación, es decir, en los factores más determinantes del futuro.

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